miércoles, 14 de septiembre de 2011

Orgullosos de podernos llamar hijos suyos.



Por Joaquín Samayoa
Editorialista de la Prensa Gráfica.

Celebramos mañana un aniversario más de la independencia patria. En el transcurso del mes cívico, hemos tenido ocasión muchas veces de entonar o desentonar nuestro himno nacional, que es un saludo a la patria, un saludo que solo pueden pronunciar aquellos cuya conducta y valores justifican un legítimo orgullo de ser llamados hijos de El Salvador.

Afortunadamente, somos muchos los que sentimos ese legítimo orgullo. Esto es necesario decirlo y repetirlo para tomar conciencia de nuestro valor como personas y ciudadanos, en momentos en que ciertos acontecimientos subrayan las palabras “violento” e “improductivo” como las características más sobresalientes de la identidad nacional salvadoreña.

Como resultado de ciertas ligerezas en el uso del lenguaje, nos llevan a pensar que somos el país más violento sobre la faz de la tierra, cuando lo que en realidad ocurre es que un pueblo esencialmente cálido y pacífico se ha visto obligado a convivir con unos pocos miles de personas que sí son extremadamente violentas.

Somos un pueblo que siempre ha sido reconocido por su laboriosidad. La inmensa mayoría de salvadoreños se rebusca para llevar honradamente pan a la mesa familiar. El típico salvadoreño deja muy temprano su vivienda para realizar su primera hazaña de cada día: movilizarse a su lugar de trabajo poniendo literalmente en riesgo su vida y soportando toda suerte de incomodidades; haciendo el trayecto a pie siempre que por alguna de múltiples razones no salen a circular las unidades de transporte colectivo.

Aunque toda sociedad tiene sus holgazanes y vividores, somos un pueblo trabajador. Si la economía no crece, es por otras razones, no por falta de voluntad o de esfuerzo de la gente. Pero las circunstancias han llegado a ser tan adversas que cada vez es más real el peligro de caer en el desaliento, cuando ningún esfuerzo produce resultados, cuando toda una generación de jóvenes que puja por hacerse un espacio en la sociedad ve frustradas sus aspiraciones.

Por eso ha sido tan reconfortante para nuestra autoestima colectiva lo que lograron nuestros pescadores en Ravena. Fueron allá sin complejos. Se sacudieron el estigma de país pobre y pequeño. Le mostraron al mundo de lo que somos capaces los salvadoreños. Pero, más importante, nos mostraron al resto de salvadoreños que se puede llegar muy lejos cuando se le apuesta con convicción al propio esfuerzo, cuando nos empeñamos en lograr buenos resultados en vez de agotarnos buscando buenas excusas.


En ese mismo espíritu, aprovecho la ocasión para reconocer a otros buenos hijos de El Salvador, a quienes los medios de prensa no les prestan la atención que merecen. Pocas horas después de finalizar el último partido del mundial de fútbol playa, tuve la enorme satisfacción de asistir a un concierto de nuestra orquesta sinfónica juvenil, atendiendo invitación de la Sra. embajadora de Estados Unidos, quien con muy buen tino decidió conmemorar de esa manera el décimo aniversario de los ataques terroristas en su país.

Al igual que los colosos de La Pirraya, la mayoría de los muchachos que integran la orquesta sinfónica juvenil no nacieron en cuna de terciopelo ni fueron alimentados con cucharita de plata. Son salvadoreños que han debido caminar cuesta arriba en lo que va de sus cortas vidas. Y han llegado también muy lejos. Tampoco ellos han aceptado la violencia o la mediocridad como destino fatal. En el caso de estos jóvenes músicos, hace falta sensibilidad y un talento más sofisticado, pero el éxito solo es posible cuando se tiene compromiso y disciplina para hacer un esfuerzo sostenido. Mientras el fútbol permite libertades, la interpretación orquestal exige absoluta armonía y exacto apego de cada individuo a las notas y a la cadencia que deben producir sus instrumentos. Nada fácil. Hace falta mucho trabajo para alcanzar la excelencia que estos jóvenes están ya muy próximos a lograr.

Estos muchachos también nos hacen sentir orgullo de ser salvadoreños. Si ellos han podido, también pueden todos los demás. En ellos está la esperanza de El Salvador. Hagamos, pues, un paréntesis en las macabras historias de insensata violencia y pongamos atención a estos y a otros salvadoreños que día a día marcan la pauta y nos demuestran que es posible un mundo mejor.

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