jueves, 25 de agosto de 2011

Recordando a Pablo Ríos.



Juan Pablo Torres, nació en Guadalupe, San Vicente, el 26 de junio de 1933. Empezó a cantar a los 13 años e integró la famosa Orquesta Barahona antes de lanzarse como solista. Su género interpretativo favorito era la música romántica.

Pablo Ríos, junto con Eduardo Fuentes, fueron las dos mejores voces que ha dado nuestro país. Y su calidad interpretativa lo convirtió en estrella de la farándula salvadoreña al grado que representó a El Salvador en la competencia de la canción OTI.

Pablo Ríos también viajó a varios países como Colombia, Puerto Rico y los Estados Unidos y cantó al lado de grandes estrellas como Marco Antonio Muñíz y Armando Manzanero.

A Pablo Ríos se le llamaba “el cantante del pueblo”, y la Asamblea Legislativa le otorgó un pergamino de reconocimiento como “Artista distinguido” en el 2002. Grabó 10 discos LP, 14 sencillos y 16 cassettes que recopilan gran parte de su legado artístico para deleite de los amantes de la música romántica.

Pablo Ríos murió de cáncer en la próstata el 9 de enero del 2006 a los 72 años.



jueves, 4 de agosto de 2011

Los "mascones" del Centenario.

Dedicado a todos los amigos de mi barrio
con los que pasé los días más felices de mi juventud,
al lado de una pelota de basquetball.

Mi familia y yo nos mudamos a vivir cerca del Parque Centenario en San Salvador meses después del terremoto del tres de mayo de 1965 pues la casa donde hasta entonces vivíamos cerca de la Policía Nacional se había destruido casi por completo por los efectos del sismo. Mi papá compró un pequeño mesón sobre la 10° ave. Norte del cual prácticamente ya no quedaba nada pues también había quedado destruido, y construyó una nueva casa de sistema mixto a prueba de terremotos.

Luego, mi mamá instaló una pequeña abarrotería a la que puso de nombre “El Flamenco”. Es por eso que todo mundo en el barrio me llamaba Memo Flamenco. Yo apenas contaba con unos 10 años de edad cuando nos mudamos a la nueva casa, y como el parque Centenario me quedaba relativamente cerca, como a media cuadra, me iba a patinar con otros cipotes del barrio.


Enmedio del parque había un quiosco, que me imagino habrá servido para ofrecer conciertos de música de bandas, marimbas y orquestas, o recitales de poesía; y a lo mejor, para que más de algún político o líder religioso les dirigiera la palabra a los que llegaban al parque a descansar los sábados y domingos. También había juegos infantiles como columpios, sube y bajas, barras para hacer flexiones musculares, bancas para descansar y una cancha de basquetball, la cual había sido construida por el entonces alcalde de San Salvador, el Ing. José Napoleón Duarte. Poco tiempo después le añadieron una piscina para niños, pero decidieron cerrarla porque era criadero de zancudos y servía de letrina a los borrachos que deambulaban por allí.


Las primeras veces que llegaba al parque no me atrevía a jugar con los demás porque todavía estaba muy pequeño, de edad y de tamaño, y como en esos días le había agarrado la “pila” a los patines ya me había hecho “vicio” para patinar; pero cuando me cansaba, me iba a sentar a ver a los que llegaban a jugar baloncesto a la cancha y admiraba sus habilidades para meter las “chuspas”. Casi todas las tardes se armaban los “mascones”, pero especialmente los días sábados por la tarde era que llegaba la crema y nata de los jugadores. Ese día se veía el mejor baloncesto porque se formaban hasta cinco o seis equipos y ninguno quería perder porque se jugaba “saca ring”. Dicho de otra manera, el equipo que perdía le cedía el lugar a otro equipo y así sucesivamente.

Para poder participar en los mascones, cada jugador tenía que poner o apostar cinco centavos a la que se le llamaba “la casada”, la que se daba a guardar a una persona que no participaba del juego para que la entregara al equipo ganador al final del “mascón”. Algunas veces “la casada” subía de valor, dependiendo del nivel de los jugadores y del bolsillo de los participantes y llegaba a alcanzar los veinticinco centavos (una pequeña fortuna en esos días)


Entre los jugadores que me acuerdo estaban Tizoc Tejada, Paco Flores, Francisco Kiko López, el bachiller Nino, Mauricio “Tamagás” Sandoval (ex campeón centroamericano de Judo), Ramón Roscala, Chicas, el Bicho Pirri, el choco López, el choco Lix, Tarzán, Rolo, Mama Lola, Cacerola, Cascarita Tapia, Guatemala (ex campeón nacional de esgrima), Chorro, la Guagua Rivas (único jugador seleccionado en softball y basquetball al mismo tiempo), Pechuga Villalta (mundialista de futbol en México 70), el zurdo Renderos, Flint, el chucho Grimaldi (ex campeón nacional de ajedrez), Rincán, Chumbulún, Camión, el choco Arturo, Roberton, Fausto Gutiérrez, el gato Max, Víctor y Nacho Flores, Pajarito, Ulises Funes y Alex “la Vaquita” Funes, (padre del también seleccionado nacional de basquetball del mismo nombre).


La “Vaquita” Alex (como todos lo llamábamos de cariño), tenía una elegancia para jugar que parecía que flotaba en el aire y parecía bailarín de ballet, y tenía un tiro de “jumper” que nadie podía defenderlo. Para mí, personalmente, ha sido el mejor jugador de baloncesto que yo he visto en El Salvador.

Al parque Centenario llegaban jugadores de todas las clases sociales y de todos los colores: desde lustrabotas, ladrones, chivos del Avenida, huele pegas, vagos sin oficio, mariguaneros, chichipates; hasta estudiantes universitarios, aprendices de oficios, empleados, dueños de negocios, y profesionales. Nadie discriminaba a nadie, ni nadie le hacía mala cara a nadie. Fuera de la cancha, no me importaba quién eras, o qué hacías. Pero dentro de ella, eras mi compañero y hermano.
También llegaban equipos y jugadores de otros barrios y colonias pues la fama de que en el parque Centenario se practicaba buen baloncesto se había extendido por todo San Salvador y sus alrededores. Llegaban jugadores de la Málaga, de la col. Lourdes, de la 10 de septiembre, de Candelaria, de San Jacinto, del parque Infantil, de la Col. El Roble, de la col. Centroamérica, de Mejicanos, de la col. Guadalupe en Soyapango, y hasta jugadores de primera categoría y seleccionados nacionales llegaban a echarse sus mascones al Centenario.


El Equipo “Danger Up”, que entonces jugaba en la tercera categoría nacional y que era formado por seis de los hermanos Romero Gaitán de San Jacinto, iba con regular frecuencia al parque Centenario a buscar jugadores para reforzarse. Y fue así como muchos de nosotros nos hicimos miembros de su equipo, y con el tiempo los empezamos a ver como parte de la familia del parque.


El parque Centenario también vio jugar grandes jugadores de otros países como los panameños Jiménez, Urrutia y Papo, quienes estudiaron y participaron en las competencias estudiantiles en los colegios Cervantes, Orantes y Liceo salvadoreño y que después regresaron como integrantes de la selección de Panamá en los primeros juegos Norceca de basquetball realizado en nuestro país.

Siguiendo con mi relato, yo solamente miraba a los jugadores pues realmente no sabía jugar, pero un día me atreví a participar en un juego y poco a poco fui aprendiendo más. Así que decidí guardar mis patines y empecé a jugar basquetball más seguido. Fue así que empecé jugando “burro” o “corona”, parejas o tríos con los cipotes de mi edad y me compre una pelota marca “Omnisport” que rebotaba bien alto, sonaba como vejiga, y que cuando le pegaba a uno en la punta de los dedos, se los dejaba a uno como nuégados de yuca.


Los sábados yo siempre iba al parque a ver los mascones de los “grandes” (que así les llamábamos a los que eran de más edad que la nuestra, y que realmente podían jugar bien). Y un día sucedió algo que no me lo esperaba: les faltaba un jugador para completar la “larga”, o sea jugar cinco contra cinco, y solo estaba yo en una banca y uno de ellos me dice: ¡Hey cipote!, ¿Querés jugar?

Yo no sabía que decir, pero les dije que sí. Así que di mis cinco centavos para la casada, y temblando de las patas de los nervios porque iba a jugar con los grandes me metí a la cancha. No recuerdo que me hayan pasado la pelota ni una sola vez, lo que sí me acuerdo es que me sentí súper emocionado y “culón” de estar jugando con los mayores y de que “mi equipo” le había ganado al equipo contrario.


El sábado siguiente regresé para ver si me pedían de nuevo para jugar, pero me decepcioné que no lo hicieran. Así que me propuse mejorar mi juego para ver si me volvían a tomar en cuenta.
Poco a poco me fueron tomando confianza y ya me pedían para jugar más seguido, y para entonces ya metía mis chuspitas y me salían mis chiripas, y ya sabía como posicionarme para que me pasaran la pelota para poder anotar. Aprendí a “marcar” al rival, robar balones, a “tablerear”, salir en “rompimiento” y demás facetas del juego. Pasito a pasito pase de ser de los últimos que pedían a ser de los primeros y llegué a ser parte de varios equipos que se formaron en el parque para participar en varios torneos capitalinos.


En el parque Centenario se formaron varios equipos, masculinos y femeninos, pero el equipo insignia y representativo del parque era el “ASES”, que en algún tiempo estuviera en la primera división de basquetball de nuestro país. Yo tuve el privilegio de pertenecer a él.


Todo aquel que vestía la camiseta negra teñida con anilina del ASES, representaba, no solo al parque, sino también a los barrios Concepción, San José, San Francisco, y era un orgullo llevar la letra “A” en el pecho y había que romperse el alma por el equipo para lograr el gane contra quien fuera, a donde fuera, a la hora que fuera y como fuera. Y si, por el calor del juego las cosas se ponían color de hormiga y había que llegar hasta los “putazos” contra el equipo rival, había que estar dispuesto a romper o a que le rompieran el hocico a uno. Lo bueno era que la “barra” del Centenario era fiel y numerosa y nos acompañaba adonde fuéramos, y muchas veces también se metían en las “socas y somatanas” y repartían pedradas, patadas y trompones a diestra y siniestra, o por lo menos, le echaban su par de puteadas a nuestros rivales. Así que, además de buenos basquetbolistas, también éramos “buenos para los vergazos”




Con el ASES ganamos los torneos metropolitanos realizados en Mejicanos en 1972 y en 1973. Barrimos con todos los equipos con los que nos enfrentamos, pues ganamos invictos en las tres categorías: mayor, juvenil y femenina. También participamos en varios torneos como el de la colonia Guatemala, cuyos enfrentamientos contra el CUC del barrio Candelaria y el equipo Álvaro Alfaro de la col. Panamá fueron batallas épicas. Y también participamos en los campeonatos Metropolitanos realizados en el Círculo Estudiantil.


De mis compañeros contemporáneos estaban: Toñazo, Los gatos, Víctor “Pichota” Valdez, Mariona, Caliche, Kiko, Alejandro y David Gutiérrez, Puchito, Joe Cocker, Tortón, el Guardia, Felipe Fratti, El Moreno Amaya, la “Vaca” Carlos Landaverde, Camano Ríos, Manotas Valle, Monón, el zurdo, el Chino Milton, el Muerto, el Chino Wang Yu, Will Chorizo, Ronald Alfaro.

Tiempo después vendría otra camada de jugadores que incluiría a Botella, Pichel, Pijita, el chele Ríos, Calín Peligro, Miguel y Rolando Arita, el Canario, Zompopo, Tiburón, Santacruz, Miados, Bombón, Eddie, Toñito, Toyota, Rosas y muchos más que ya no recuerdo sus nombres.


El parque Centenario también fue semillero de jugadores para la selección nacional de baloncesto. Entre los que vistieron la camiseta azul y blanco de nuestro país en diferentes categorías están: La Guagua Rivas, Alex “Vaquita” Funes, El Zurdo Renderos, Ramón Roscala, Danilo “pijita” López y Vladimiro Rosas.


Otros jugadores destacados fueron Víctor “Pichota” Valdez, campeón encestador en los juegos colegiales del 73, que emigró a la USA desde muy joven y la “Vaca” Pineda que se fue para Costa Rica y jugó para el equipo San Carlos en primera categoría de allá. Ambos con gran calidad técnica y habilidad para encestar.

Otro de los grandes jugadores del parque que jugó en segunda y en primera división nacional fue el Ing. Francisco “Paco” Flores.
Paco, quizás no tuvo la misma habilidad ni el talento natural de los anteriores, pero ninguno de ellos jugaba con más valor, coraje, garra e inteligencia que él. Por eso todo mundo en el parque lo respetaba y era nuestro “Capitán” de equipo; por su vocación de líder natural, su temple y temperamento y porque sabía como y cuando atacar al contrario y como defenderse de él.


El basquetball que se practicaba en el parque Centenario quizás no llegó tener la misma calidad técnica de otros equipos o de otros lugares como por ejemplo los equipos de primera categoría que jugaban en el Gimnasio Nacional; pero nuestra deficiencia técnica y falta de táctica la suplíamos y compensábamos con coraje, valor y entrega en la cancha; y por eso nos ganamos la fama en todo San Salvador que los equipos del Centenario eran “paloma”.


Pero no éramos mal intencionados, ni leñeros, ni peleoneros. Era que habíamos aprendido a jugar a pura “viciada”, sin entrenadores o técnicos que nos sirvieran de guías y nos enseñaran los fundamentos de la técnica y la táctica que el juego requiere. Así que nuestro estilo de juego no era muy fino ni de hacer malabarismos con la pelota. Mas que todo era rudimentario, más de lucha, de garra, de entrega; de “guerrear” más que de “apantallar”, más de juego de equipo, que de juego individual.Nos conocíamos tanto y tan bien como jugaba cada uno de nosotros, que jugábamos casi de memoria.


En muchos de los torneos en los que nos presentábamos, nuestro grito de entrada y de presentación era: ¡AQUÍ VIENE EL CENTENARIO! Con eso, ya infundíamos respeto y temor a nuestros adversarios. Aunque supiéramos que el equipo contrario fuera mejor, de entrada les matábamos la moral, y en más de una ocasión ganamos varios encuentros a puro “salveque”.


Yo dejé de jugar en el Centenario como por el 80, pues ya no vivía por allí pues me casé y tuve mis tres hijos, pero iba de vez en cuando a echarme mis mascones al parque.
Luego, emigré a California en el 83, pero dio la casualidad que algunos de mis amigos del parque vivían aquí en Los Ángeles. Así que seguí reuniéndome con ellos para jugar, platicar y recordar con cariño a los que fueron nuestros amigos y compañeros de juego de la juventud.

(Cancha del parque Centenario, en la actualidad)