sábado, 25 de febrero de 2012

El mentado patín...por Rigo Galvez


Por Rigal.

Allá por el año de mil novecientos quien sabe cuantos, en un barrio que no era ni de pobres ni de ricos, se paseaba un cipote a quien todos conocían por Chico Paco, hijo ilegitimo de Juan Chico el repartidor de los tambos de gas, también conocido como “Pedo ruso”.

A Chico Paco lo conocía todo mundo y en todos los barrios, colonias, pasajes y hasta cantones cercanos, y de igual forma el cipote conocía a todos los habitantes de aquel pueblo por nombres, parentesco y apodos. Por ser como era, caía hasta mal porque se sabía las vueltas que daba la gente, cosa que usaba para ventaja propia, y manejaba con precisión y maestría singular.

Dada la humilde y dudosa procedencia de su progenitora, una señora cincuentona, bien galana y chapuda que se dedicaba a la costurerilla y a la venta de guineos majonchos que le traía de una finca cercana un su amante a quien apodaban “Aguarras”, Chico Paco se las veía, para conseguir sus chirilicas y así poder darse sus gustos, como ir al cine, rentar paquines de Kaliman y construir sus ingenios. Para eso se lanzo a la empresa periodística, vendiendo diarios, como “canillita”. Y como se podía a medio mundo, también servía como método alterno de mensajero, lo único malo era que tenia la manía de leer los mensajes aun yendo sellados los sobres.

Por culpa del mentado Chico Paco simasito le dejan el corvo de peineta a don Higinio, por haberle dicho a don Cipriano que le andaba chuleando a la niña Socorro.

-¡ Socorro! – gritaba don Higinio a media calle, a medio día en pleno solazo, huyendo de don Cipriano que lo iba siguiendo con el machete desenvainado.-“¿A verda’ que te gusta mi mujer hijue setenta mil…?” – Resollaba entre jadeo. Y el gentío solo viendo porque así encachimbado como iba no habían tales de poder meter mano en el asunto. ¡Capaz que a cualquier Cristiano se apeaba así como iba de caliente!- “Ay Diosito miyo y la virgen santísima, que nos ampare tata Chus” – exclamaba la doña Socorro, apretando dos majonchos.

Si no es porque pasaron dos cuilios en un yipito y se percataron del incidente, le fueron a dar la vuelta a la manzana y "penguén!" que le caen por detrás con todo y machete al don Cipriano. -“Todo por el mentado Chico Paco ojos de icáco” – Murmuro la esposa del barbero.
Total que el don Cipriano les tuvo que dar un cuche para librarse de que se lo llevaran bien enchachado. -“Y vos me las vas a pagar” – Fue lo ultimo que dijo, dirigiéndose a la niña “Coco”.

El pobre don Higinio, a penas logro zafarse, y por allá lo vieron zampándose una guacalada de fresco de tamarindo.-“A hijue la gran chucha, si no hubiera sido por la jura, juro que me hubiera macheteado ahí nomasito… ese si me chelió la lengua, pa’ que veya, y eso que no le tuve miedo” – Le comentaba a unos que tragaban chicha en el merendero, quienes con una severa incredulidad y espanto, consideraban un milagro que el pobre Higinio estuviera todavía vivo y contando el cuento.

Allá en la jefatura, los choriceros debatían de qué forma se iban a dividir el tunco, o si se lo iban a hacer en tamales, o en chuletas.

A Chico Paco esta vez si le cayó su cinchaceada, al estilo que su mamá le aventaba lo que se le pusiera en frente porque no era fácil de topar aquel cipote cabriolo.-“! Ya ves, por andar de chambroso, ya mero malmatan a un cristiano, eso que te quede de 'esperencia' pa’ que la próxima… estate quieto porque mas duro te voy a dar…!Te voy a quemar el hocico, condenado…!

Hubiera sido inútil, porque esa mala costumbre no la podía superar aquel cipote. Y más, que su sueño era ser corresponsal de la prensa nacional.

En otra parte del mundo, un caballero saboreaba un coñac, mientras leía las alarmantes noticias de naturaleza violenta que se desarrollaba en los países –cuales en su opinión- eran faltos de civilización. O como decían “subdesarrollados”.


Rigo Galvez.

domingo, 12 de febrero de 2012

Sabor de melcocha en recreo de primaria.


Una de las sensaciones que me asalta sin pedirme permiso es la recolección del
sabor y textura de la melcocha, dulce que saboreaba durante los recreos de
escuela primaria. Inolvidable lo pegajoso, chicloso, dulce extremo, semi sólido
para las jachas pero suave para el alma.
Era difícil dejar de masticar la melcocha cuando sonaba la campana llamándonos
al salón de clase.

Uno de niño sentía su presencia en la dentadura, algo así como tenerlas pegadas
con cemento fresco pero con un sabor tan dulce que por momentos se sentía hasta
amargo. Allí yo comencé a confirmar que los asuntos extremos te hacen recordar
sus antítesis, aun en cuestiones de paladar.

Mi madre comía melcocha de vez en cuando porque por algún motivo secreto los
adultos siempre han sostenido que las cosas dulces deben ser vistas con alta
sospecha por ser nocivas para la salud. De plano que los asuntos profilácticos
saben amargo. Creo que por eso los adultos son los únicos que comen pacayas.
A mi madre, hoy de anciana, le ha agarrado la premura de saborear la melcocha por
su sabor exótico, según ella. Yo le digo que ella se esta convirtiendo en niña
de nuevo por aquello del reciclaje de la niñez en la etapa la senilidad.

Hace dos años, en un viaje a El Salvador, inventó traer un pedazo inmenso de
melcocha, que le llevaron unos familiares desde San Isidro, una hacienda ubicada
en los alrededores de Armenia. Debido a la melcocha se metió en problemas en la
aduana de los Estados Unidos de Norte América.
El oficial le preguntó por aquella monstruosidad enorme, de color de caca de
niño grande, y de una forma sospechosa (porque la melcocha sin partir asemeja a
los sorbetes de chorro que van haciendo círculos concéntricos).

El agente supervisando aquel asunto tan raro llamó a otros cuatro agentes de
aduana para mostrarles el dulce más raro en su color, textura y forma. Después
de hacer una consulta mutua, todos soltaron una carcajada pero mi mamá no
entendía porque se comunicaban entre ellos con puro Inglés, por lo cual arrancó
un pedazo de melcocha y se lo llevo a la boca. Los oficiales abrieron los ojos
al máximo con una mirada perdida en conjeturas y preguntas no expresadas. Dos de
ellos fruncieron el entrecejo como cuestionando tan extraño gusto.
El agente supervisor dejo pasar a mi nana en medio de risas y gestos, que mi
mamá tomó como aprobación al sabor de la melcocha de recreo de escuela primaria.

El Moris (Febrero 1 del 2012)

sábado, 4 de febrero de 2012

Una de Silvano...por Giovani Galéas.


Doña Herminia Perla y Perla de Perla, mi abuela, solía recibirlo en casa rindiéndole un honor que solo dispensaba a dos o tres mortales en el mundo: ponerle de propia mano una gota de perfume detrás de cada oreja, y servirle ella misma un tazón de café negro con una pieza de marquezote.

Alto y galán, él se arrellanaba en el sillón de mimbre y decía cosas como esta: “Yo muchas veces habré estado preso, Herminia, pero siempre por homicidio”. La explicación buscaba dejar intacto su prestigio de hombre cabal que urgido por una afrenta a su honor, o por una ofensa a los suyos, se había visto obligado en algunas ocasiones a imponer justicia por su cuenta. Llegaba a Jocoro en un caballo negro lustroso y de gran alzada. Usaba sombrero de ala grande, botas altas y revólver niquelado al cinto. Se llamaba Silvano Luna y le apodaban Matasiete.

Era un hombre de los de antes. No sabía leer pero tenía su terrenito, su milpa y algunas reses, y fama de haber sido buen campisto y diestro esgrimista. “En el filo del machete anda el bien y anda el mal, Herminia. Es el trabajo pero también puede ser la muerte. El machete es un conocimiento. Quien no sabe el machete lo agarra solo en son de pleito y ya es finado”, decía.

Había sido durante muchos años el campisto mayor de los Borgonovos afincados por el lado Moncagua. El patrón había traído de Europa un su torito cebú cuatralbo y con lucero en la frente, y le había dicho me lo cuidás como a la niña de tus ojos, Silvano. Él cumplió el encargo con tal solicitud que para la bestia era imposible conciliar el sueño si no lo arrullaba cantándole: “Cortando limitas verdes, me dio sueño y me dormí... Cortando limitas verdes, y acordándome de ti”.

Silvano no era hombre de dolamas pero un día lo dobló la fiebre a fuerza de escalofríos y calambres en las canillas. Como a las 6 de la tarde pidió permiso para ir a que Domitila Galeano, su mujer, le hiciera unos bañitos de guaro macho con canfolitol y hojitas tiernas de guásimo, y agarró camino por veredas profundas en una yegua colorada.

A la medianoche, en el caserío de Silvano se oyó un estruendo de Apocalipsis que sacó de los catres y las hamacas de pita a todos los vecinos. Era el ronco motor del primer automóvil que llegaba a esos montarrascales. Era el patriarca de los Borgonovos en persona quien así se presentaba a la humilde puerta de Silvano Luna, acompañado por cuatro hombres de a caballo.
El torito se puso malo desde que ya no te sintió, Silvano. Oteaba el aire con el hocico buscándote el olor y mugía como llorando. En la noche ya no aguantó, reventó las manilas, se llevó entre las patas a los jornaleros, saltó los cercos y salió a buscarte, pero hace viento contrario y agarró para otro lado... Te doy lo que me pidás, pero traémelo”, le dijo. Lo único que Silvano le pidió fue el caballo mismo del abatido patriarca de los Borgonovos, “porque al cuatralbo no lo alcanza otra bestia ni por vía de encantamiento, patrón”.

Silvano salió a galope abierto en medio de la oscurana. Ya rayando la aurora divisó en una lomita la esbelta silueta del cebú recortada contra el horizonte. To-to-totouuú... lo llamó a todo pulmón. “El cuatralbo se paró en seco y luego se vino trotando hasta mí, meneando la cola como un perrito. Vos bien sabés que yo nunca he sido hombre de lágrimas, Herminia, pero esa vez sí sentí ganas de llorar, o quizá era el sudor que me picaba en los ojos, quién sabe.”

Por: Giovani Galeas