sábado, 23 de marzo de 2013

MEMOrias de una Semana Santa

A mediados de los 60s, cuando era niño, cada vez que se acercaba la Semana Santa, muchas de las actividades diarias cambiaban su rutina. Uno no se podía bañar, tampoco escupir al suelo, había que caminar calladito, sin hacer ruido, no se podía correr, mucho menos jugar fútbol, ni escuchar música en la radio. La explicación que nos daban era que “ofendía al Altísimo y que la Cruz estaba en el suelo”.

El Viernes Santo no se comía carne, solo pescado seco envuelto en huevo, y torrejas en miel con café amargo. Todas las radios del país se conectaban en “cadena nacional” y ponían solo música sacra o clásica.
Los mayores-especialmente los hombres-trataban de no decir malas palabras, y las mujeres vestían de luto o medio luto, y se ponían mantillas en la cabeza cuando entraban a las iglesias en señal de respeto al Cristo.
El que una mujer usara pantalones era “mal visto”. Los hombres sacaban del ropero el único saco color azul marino que tenían, se ponían corbata y acompañaban a sus parejas a las procesiones.
Cuando un cipote se portaba mal en esos días, los adultos no los castigaban ni les pegaban, sino que a buen seis de la mañana del Sábado de Gloria los agarraban a chilillazos por las maldades que habían cometido durante toda la Semana Santa, y los tatas nos decían que era “para que creciéramos”.

Había mucho fervor religioso. Las iglesias y procesiones se llenaban a reventar. Los que nunca iban a la iglesia todo el año, asistían en Semana Santa. En San Salvador, el Jueves Santo, era de ir a visitar los “Monumentos”, que era ir a visitar algunas iglesias para admirar los arreglos florales de los altares. A medianoche del jueves salía la “Procesión del Silencio” de la Iglesia de Concepción, donde asistían solo hombres. Se cantaba el “yo pecador” y el “perdón, Oh Dios mío” como formas de arrepentimiento y perdón por todos los pecados cometidos durante todo el año

El viernes al mediodía salía el “Vía Crucis” de la iglesia de San Esteban rumbo a la iglesia El Calvario, y en su recorrido hacía las doce estaciones sobre las tradicionales alfombras de aserrín. Ya por la tarde salía la procesión del Santo Entierro, con rumbo a la Catedral Metropolitana, que era la culminación de las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa.

Un dato curioso y folclórico era que la procesión del Santo Entierro eran precedida por el loco “Te pica”, famoso en San Salvador. El siempre iba adelante de la procesión, antes que la banda de la Policía Nacional, adelante que Monseñor, que el alcalde o cualquier dignatario público. Nadie le decía nada porque todo mundo lo conocía que era loquito.
Una vez pasado el Viernes Santo todo mundo agarraba camino a la playa, ya fuera en carro, en bus, a pata, de jalón, de paracaidista o de gorrón. No importaba. La cuestión era que había que ir al mar a que lo revolcaran los tumbos a uno.

Pero lo que en verdad les quería contar era una pasadita que nos sucedió a mi familia y a mí una vacación de Semana Santa.

Resulta ser que un amigo de mi papá le dijo que nos invitaba a su rancho en la playa que quedaba en Shalpa, unos cinco o seis kilómetros después del Puerto de La Libertad rumbo a Sonsonate, sobre el Litoral, pero le dijo que llegáramos el Miércoles Santo porque el viernes iba a llegar él con su familia, y no íbamos a caber todos en el rancho.
Preparamos todos los maritales y tambaches, toallas, calzonetas, comida, cobijas, hamacas, neumáticos, etcétera, etcétera. Mi papá arregló el perol que tenía. Una camioneta Dodge, que, sin mentirles, cabían como 13 o 14 personas, con todo y tanates.

 Agarramos camino para el mar bien tempranito, toda mi familia junto con mis tíos y primos el Miércoles Santo. En esos tiempos, la carretera para la Libertad era de un solo carril, y para que pasaran dos carros tenían que pegarse mucho a los bordes del camino. Cuando venía un bus cuesta arriba había que salirse del camino para que el bus pasara, porque no cabían dos carros.

Llegamos a Zaragoza (antes la carretera vieja atravesaba el pueblo), nos topamos con que los habitantes habían colocados piedras enormes en medio de la carretera para que los carros no circularan. Nos salimos del carro para apartarlas y las gentes nos gritaban “herejes”, “ateos”, “no tienen respeto de Dios”. Yo le pregunté a mi papá por qué nos decían eso y me dijo que ponían las piedras para que la gente asistiera a las iglesias y a las procesiones en vez de ir a la playa, porque, para ellos, se tenían que guardar los días de la pasión de Cristo.

 Mi abuelita Cristina, que era una viejita beata y que iba con nosotros a regañadientes, se quería quedar en la casa para ir a las procesiones nos dijo: -Tienen razón, debemos primero de cumplir con los mandamientos del Señor y después salir de vacaciones, porque El Señor nos puede castigar y algo nos puede pasar”. -“Nada nos va a pasar suegrita, no tenga miedo”,- le respondió mi papá. -“Usté no sabe. Hay que tener temor de Dios”-, le contesto mi abuelita. -“Si Neto, deberíamos mejor de regresarnos para la casa y esperar hasta el Sábado de Gloria para salir” Decía mi mamá. Pero él siguió manejando camino al mar.

Llegamos a Shalpa y empezamos a preguntar adonde quedaba el rancho del amigo de mi papá. Y nacas pilos. Le preguntamos a varios cuidanderos de por allí por el nombre del señor que nos había invitado y nadie conocía al tal Don Tilo, mucho menos que fuera dueño de un rancho.

 Resulta ser que el tal Don Tilo era un mentiroso de siete suelas, que se daba ínfulas de rico y que tenía mucha plata, y se enganchó a mi tata diciéndole que era dueño de un rancho, y que lo invitaba. Mi tata se tragó la paja, y nos fuimos en la de choto. Mi mamá estaba que se la llevaba la región de putas por la enganchada. Pero como mi papá era de arranque, tenía espíritu aventurero y nunca se dejó vencer de la adversidad nos dijo: “Ya estamos aquí, y aquí nos quedamos”.

 En esos días, todavía uno podía hacer su champita en la playa, pues eran públicas, no como ahora que todo el litoral está cercado y el mar ya tiene dueño.
 Empezamos a buscar unos palos para hacer una enramada. Sacamos lazos, colgamos las colchas para protegernos del sol, juntamos piedras para hacer una cocina improvisada, pusimos las toallas sobre la arena y listo, ya teníamos rancho en la playa.

 -“El que llegue por último a la playa es maricón”, gritó mi primo Roberto. Y salimos chaqueteados todos los bichos a meternos al mar. Mi mamá junto con mis tías y tíos se quedaron encendiendo la leña para calentar la olla de frijoles, friendo los huevos y calentando el café para el desayuno. Mi papá acercó más el carro para estarle volando lente, no fuera a ser que alguien se quisiera güeviar las carteras, porque adentro del carro habíamos dejado toda la ropa.

Así pasó toda la mañana, entre chapuzones, revolcadas de tumbos, futbolito en la playa y castillos de arena. Todo mundo disfrutando de las delicias del mar. Mis tíos empezaron a jalarle a la botella de Espíritu de Caña que habían llevado, sacaron la guitarra y empezaron a cantar. Mi mamá y mis tías ya se habían puesto sus calzonetas y se estaban bañando en la orilla del mar, y con un huacalito de morro se echaban, mitad agua y mitad arena.

-“ Vengan a comer, ya está el almuerzo” nos gritó mi abuelita. Nos salimos del agua y nos fuimos a comer. Habían preparado arroz con camarones, frijolitos y tortillita tostada. -“Te esperás unas dos horas antes de meterte otra vez al agua o te va a dar una congestión”, me dijo mi mamá, pues ya me podía que me moría por volverme a meter al agua.

 Pasamos bien galán todo el día, hasta que empezó a caer la oscuridad. Un vientecito empezó soplar y a amenazar destruir aquella enramada improvisada que habíamos construido. Pero de repente se aplacó. Mi mamá empezó a protestar que mejor nos fuéramos de regreso para San Salvador porque podría llover fuerte más tarde, pero mi papá le convenció de que nos quedáramos a dormir allí, pero que si empezaba a llover nos íbamos a ir de regreso.

 Cuando cayó la noche, nos alumbró la luna llena de Semana Santa y no había necesidad de candelas o linternas. El cielo estaba completamente despejado por el viento, y miles y miles de estrellas y luceros empezaron a aparecer en el firmamento. Nunca había visto el cielo tan estrellado como esa ocasión.
 Mi papá, nos dijo: “Vengan, vamos a caminar por la playa, a ver que agarramos”. Y todos los cipotes agarramos una lámpara de mano y lo seguimos.

Empezamos a caminar…cuando de repente veo delante de mí como que la playa se movía, y no entendía por qué. Cuando nos acercamos, vamos viendo que toda la playa estaba invadida de miles y miles y miles de cangrejos que se estaban apareando.
 Como andaba descalzo, tenía miedo que alguno me fuera a morder los dedos. No recuerdo cuantos cangrejos agarramos, la cosa es que esa misma noche disfruté la sopa de cangrejos más exquisita que jamás haya probado porque yo mismo ayudé a cogerlos.

 A la hora de dormir, cada quién agarró el mejor espacio que pudo. Yo me dormí rapidito porque estaba cansado de todas las aventuras que habían pasado ese día. Pero algo inesperado iba a ocurrir esa misma noche que iba a perturbar la alegría de la vacación del verano de 1963…

 Resulta ser que el viento empezó de nuevo a soplar. Al principio suavemente, pero poco a poco aumentó su fuerza, y negras nubes de lluvia se empezaron a formar en el horizonte. -“Neto, está empezando a llover”, le gritaba mi mamá desde el interior del carro a mi papá, que se había quedado acostado en la arena.
 -“No te aflijás Alicia, solo es pasada de nube”, le decía mi papá. -“Te digo que está lloviendo, vámonos de regreso para la casa”. Y mi papá seguía roncando sin ponerle mucho cuidado a la situación.
Mi mamá, al ver que mi papá no le hacía caso, decidió también tratar de dormir.

 De repente, en medio de la noche, sin aviso previo, una enorme ola marina invadió nuestro improvisado campamento destruyéndolo en segundos, y llevándonos prisioneros a las profundidades del mar.

Nos despertamos aterrorizados pues un segundo antes estábamos es brazos de Morfeo y el siguiente en medio del Océano Pacífico.  Los gritos de auxilio de mis primos eran apagados por el ruido de los retumbos del mar que se había vuelto violento y mortal.

Los mayores, como pudieron, empezaron tratar de salvar a niños y mujeres. Hasta que al fin pudieron salvar a todos. Yo logré salirme del agua por mi propia cuenta y ayudé a mi abuelita que estaba agarrada a unas piedras.
En eso, volteo a ver a donde estaba el carro donde mi mamá estaba dormida y el vehículo había quedado semi enterrado en la arena por la fuerza con que lo golpeó la ola marina. Corrimos hacia el carro donde dormía mi madre, pero ella no estaba adentro. “Se la llevó el tumbo” fue nuestro primer pensamiento.

Y empiezo a llorar por mi mamá. ¡Mamita, mamita!, ¿Dónde estás mamita? Y mi papá empieza a gritar “¡ALICIA, ALICIA!” Todos mis tíos y primos empezaron a buscarla en la playa para ver si el mar se la había llevado. En eso se oye la voz de mi madre: ¡Te lo dije Neto, te dije que nos fuéramos de regreso, Pero sos necio, por la gran puta! ¡Y hoy como le hacemos para irnos de regreso!- le recriminaba a mi padre.

Le preguntamos a mi madre que como había hecho para salirse del carro y nos dijo que antes de que la ola llegara, a ella le habían dado ganas de orinar, y que se había ido a hacer pipí detrás de unos árboles en el preciso momento que el mar se salió, pero que hasta allí no llegó la correntada.
Por el susto no nos dimos cuenta que el mar se había tragado completamente todo. La ropa, la comida, el guaro, la guitarra, las hamacas, todo. Hasta el carro. Nos fuimos a sentar a una piedras que habían cerca de allí y nos abrazamos para calentarnos y aguantar el frío de la madrugada y guarecernos de la lluvia que había empezado a caer.

Cuando al fin amaneció, mi papá, -que siempre tuvo una solución para cualquier problema- dijo: “Ahorita vengo. Voy a ir a buscar ayuda”.

Como a las dos horas regresó con dos pescadores y una yunta de bueyes para ver si sacaban el carro de la playa. Y entre jalones y empujones de bueyes, pescadores, tíos, primos y otro par de “turistas” recién llegados a la playa, empezamos a sacar el perol del atascadero de arena, hasta que logramos sacarlo de allí. Pero como al carro se le había metido agua del mar, no arrancaba.
Mi papá le pidió al dueño de la yunta de bueyes que jalara nuestro carro hasta la carretera pavimentada, y de allí pedir ayuda a algún camión que nos llevara jalados hasta la capital.

Dicho y hecho. Así como estábamos, medio chulones y encalzonetados, empezamos a pedir jalón, hasta que nos paró un camión que se ofreció llevarnos hasta la capital.
Mi papá amarró el carro al bumper trasero del camión, y todos nos subimos a la cama del camión.

Llegamos de regreso a San Salvador el Jueves Santo ya pasados las tres de la tarde, con hambre, todos llenos de arena y ardorosos de la espalda por la gran asoleada que nos habíamos dado. Mi mamá y mi abuelita hicieron que fuéramos todos a misa a dar gracias a Dios por habernos salvado de morir ahogados y a pedir perdón por habernos ido de vacaciones antes de haber cumplido con asistir a los eventos religiosos de Semana Santa, como buenos cristianos.

Al año siguiente, volvimos a ir de vacaciones al mar, pero hasta después del Viernes Santo porque, aunque mi papá se reía de la aventura que nos había pasado un año antes, y decía que “eso de andar creyendo en castigos del cielo eran puras babosadas”, nos dijo a todos: “pero, mejor nos vamos a la playa hasta el sábado...por si las moscas”.

 Y se acabuche, cara de cuche.

Memo.

jueves, 7 de marzo de 2013

El chiflido de aire de amigos

Cuando era adolescente tenía la costumbre de llamarme con mis amigos por medio de un chiflido muy particular, que supuestamente solamente nosotros conocíamos. Por escrito no lo puedo reproducir, así que lo dejo a la imaginación de cada uno de ustedes. Era ese chiflido nuestra marca registrada en la musicalidad virginal de mozalbetes pelilargos.

Temprano en la mañana, y de camino a clases, cerca del zaguán de mi casa, me chiflaba mi mejor amigo. Al salir de clases, cerca del portón de la escuela, me volvía a chiflar. Por la noche después de cenar y justo antes del partidito de fútbol callejero, me chiflaba de nuevo. Yo atendía a cada uno de los chiflidos de mi amigo porque era como la manera muy particular de dos cómplices de vagancia virginal.

Había otros amigos en el grupo, pero ellos casi no usaban el chiflido como distinción personalizada. Sus padres les regañaban y les decían que no eran chuchos para obedecer a ningún chiflido ambulante de amigos malsanos. Sin embargo, mi amigo y yo no prestábamos atención a esas aseveraciones de ser chuchos obedientes a chiflidos y así interactuábamos entre nosotros.

Una cosa era curiosa, solamente mi amigo chiflaba con fuerza y destreza porque a mi se me dificultaba el chiflar con alta frecuencia. Cuando lo intentaba, solamente me salía un silbido apacible y lento. Pero acordamos que así lo haría, él con su silbido locote y escandaloso y yo con una nota de silbado suave y romántico.

Lo hicimos por un par de años hasta que una noche casi le revientan la jeta a mi amigo porque su chiflido fue interpretado como las notas chiflezcas de "la vieja",

Un señor que iba pasando frente a mi casa se sintió agredido por el chiflido de mi amigo y dijo que le había chiflado algo así como "fui-fui-fu". Mi amigo le decía que no, que me chiflaba a mi, y que la nota era: "fu-fu-fui". Yo le respondí desde mi cuarto con el chiflido apacible y romántico.

El ruco sintió que alguien lo enamoraba a chiflidos.

Sacudiendo la cabeza, continuo su camino riéndose a carcajadas y diciendo: "estos bichos pasmados aparte de chiflarme la vieja, me enamoran con chiflidos. ¡Que no jodan!".

Fui-fui-fu, le chifló mi amigo.

El Moris Chiflador