sábado, 4 de febrero de 2012
Una de Silvano...por Giovani Galéas.
Doña Herminia Perla y Perla de Perla, mi abuela, solía recibirlo en casa rindiéndole un honor que solo dispensaba a dos o tres mortales en el mundo: ponerle de propia mano una gota de perfume detrás de cada oreja, y servirle ella misma un tazón de café negro con una pieza de marquezote.
Alto y galán, él se arrellanaba en el sillón de mimbre y decía cosas como esta: “Yo muchas veces habré estado preso, Herminia, pero siempre por homicidio”. La explicación buscaba dejar intacto su prestigio de hombre cabal que urgido por una afrenta a su honor, o por una ofensa a los suyos, se había visto obligado en algunas ocasiones a imponer justicia por su cuenta. Llegaba a Jocoro en un caballo negro lustroso y de gran alzada. Usaba sombrero de ala grande, botas altas y revólver niquelado al cinto. Se llamaba Silvano Luna y le apodaban Matasiete.
Era un hombre de los de antes. No sabía leer pero tenía su terrenito, su milpa y algunas reses, y fama de haber sido buen campisto y diestro esgrimista. “En el filo del machete anda el bien y anda el mal, Herminia. Es el trabajo pero también puede ser la muerte. El machete es un conocimiento. Quien no sabe el machete lo agarra solo en son de pleito y ya es finado”, decía.
Había sido durante muchos años el campisto mayor de los Borgonovos afincados por el lado Moncagua. El patrón había traído de Europa un su torito cebú cuatralbo y con lucero en la frente, y le había dicho me lo cuidás como a la niña de tus ojos, Silvano. Él cumplió el encargo con tal solicitud que para la bestia era imposible conciliar el sueño si no lo arrullaba cantándole: “Cortando limitas verdes, me dio sueño y me dormí... Cortando limitas verdes, y acordándome de ti”.
Silvano no era hombre de dolamas pero un día lo dobló la fiebre a fuerza de escalofríos y calambres en las canillas. Como a las 6 de la tarde pidió permiso para ir a que Domitila Galeano, su mujer, le hiciera unos bañitos de guaro macho con canfolitol y hojitas tiernas de guásimo, y agarró camino por veredas profundas en una yegua colorada.
A la medianoche, en el caserío de Silvano se oyó un estruendo de Apocalipsis que sacó de los catres y las hamacas de pita a todos los vecinos. Era el ronco motor del primer automóvil que llegaba a esos montarrascales. Era el patriarca de los Borgonovos en persona quien así se presentaba a la humilde puerta de Silvano Luna, acompañado por cuatro hombres de a caballo.
“El torito se puso malo desde que ya no te sintió, Silvano. Oteaba el aire con el hocico buscándote el olor y mugía como llorando. En la noche ya no aguantó, reventó las manilas, se llevó entre las patas a los jornaleros, saltó los cercos y salió a buscarte, pero hace viento contrario y agarró para otro lado... Te doy lo que me pidás, pero traémelo”, le dijo. Lo único que Silvano le pidió fue el caballo mismo del abatido patriarca de los Borgonovos, “porque al cuatralbo no lo alcanza otra bestia ni por vía de encantamiento, patrón”.
Silvano salió a galope abierto en medio de la oscurana. Ya rayando la aurora divisó en una lomita la esbelta silueta del cebú recortada contra el horizonte. To-to-totouuú... lo llamó a todo pulmón. “El cuatralbo se paró en seco y luego se vino trotando hasta mí, meneando la cola como un perrito. Vos bien sabés que yo nunca he sido hombre de lágrimas, Herminia, pero esa vez sí sentí ganas de llorar, o quizá era el sudor que me picaba en los ojos, quién sabe.”
Por: Giovani Galeas
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