sábado, 31 de octubre de 2009

MEMOrias del día de los muertos.


(Tumba de Enrico Massi, piloto italiano, pionero de la aviación en El Salvador, muerto en 1938).

El día de los difuntos era un día muy especial para mí, porque era el único día en todo el año que veía a toda mi familia, tanto del lado de mi padre como por el lado de mi madre. Era el único día en todo el año que nos veíamos todos juntos. Ni en navidad, ni año nuevo, ni en el cumpleaños de alguno de nosotros nos reuníamos todos. Solo en el día de los muertos.

Esto se debía porque mi abuela materna estaba enterrada casi enfrente a la tumba de mi abuelo paterno en el cementerio general de San Salvador, conocido comúnmente como cementerio de los Ilustres.

Cada primero de noviembre -o día de todos los santos-, mi madre nos llevaba a mi y a mi hermano al cementerio a limpiar la tumba de mi abuela. Llevábamos una cuma para chapodar la maleza, un balde con jabón y agua, un pincel pequeño y un botecito con pintura dorada para pintar los nombres de nuestros difuntos que se habían borrados por las inclemencias de la lluvia y el sol. Luego le colocábamos dos ramos de azucenas blancas y claveles rosados y una corona de ciprés con flores de mirto, cartuchos y azahares que la comprábamos en el extinto mercado Emporium, en el centro de San Salvador.

Después de limpiar la tumba nos íbamos a recorrer el cementerio para ver las demás tumbas y a admirar como las personas las habían arreglado y adornado.

El día de los muertos en San Salvador, al igual que todos los cementerios en el interior del país, eran muy alegres y animados. Por todos lados se veían vendedores de coronas y flores, de comida, de golosinas, de gaseosas y agua helada, habían mariachis y tríos que iban a cantarle su canción favorita a algún difunto; cipotes gritando "le limpiamos la sepultura", niños corriendo por todos lados, gente riendo o llorando por sus muertos, parientes acordandose de como eran sus allegados cuando estaban en vida, o contando chistes y anécdotas de los fallecidos, y más de alguno llevaba su pacha de guaro para echarse un trago a la memoria del fallecido.

Ese día el cementerio tomaba viva, se volvía un lugar alegre aunque fuera por solo un día al año.

(Tumba del Capitán Gerardo Barrios).

Al día siguiente dos de noviembre, el propio día de los muertos por la tarde, regresábamos junto con mis tías y todos mis primos para rezarle el rosario a nuestra abuela. Una de mis tías se encargaba de llevar el párroco de la iglesia del Calvario.

Después del rezo todos los primos nos dedicábamos a jugar escondedero en medio de las tumbas. Nuestros padres nos regañaban porque algunos de nosotros nos parábamos en las tumbas ajenas o nos escondíamos en los mausoleos y después se perdían y no los encontraban, y decían que teníamos que respetar a los difuntos o éstos nos iban a ir a jalar la cobija en la noche porque ese día los muertos revivían y salían a asustar a los vivos.

Mi padre, que era buen conocedor de la historia nacional, nos llevaba a visitar las tumbas de muchos personajes famosos de nuestro país, y nos daba una pequeña reseña de cada una de esas personalidades. Fue así como conocí por primera vez la historia del Capitán Gerardo Barrios, la muerte de Manuel Enrique Araujo, la vida de Francisco Morazán, la obra de Masferrer y la historia de muchas otras personas enterradas en el cementerio de Los Ilustres.

Ya casi a la hora de cerrar el cementerio, toda mi familia entera se iba a la casa de una de mis tías, que estaba cerca del parque Bolívar, a tres cuadras del cementerio, a comer torrejas en miel y cafecito caliente.

Con el correr de los años, y debido a los azares del destino, mis familiares dejaron de reunirse en el cementerio a enflorar a los abuelos. Casi todos mis tíos también fallecieron al igual que mis padres y fueron sepultados en diferentes lugares. Muchos de mis primos, al igual que yo, emigramos a los Estados Unidos, y los pocos que todavía viven en El Salvador no les inculcaron a sus hijos la tradición de ir a enflorar a nuestros antepasados. Otros se cambiaron de religión y dejaron de visitar el cementerio y enflorar a nuestros parientes occisos.

La última vez que fui al Cementerio General fue hace como cinco años en uno de mis viajes a nuestro país pues nos llegó la notificación de la alcaldía de San Salvador que si no pagábamos los impuestos atrasados de las tumbas se corría el peligro que sacaran a los abuelos del cementerio por falta de pago, porque ya no hay espacio para los nuevos muertos. Y el que no paga, lo sacan.

Y como casi siempre pasa, que nadie tiene pisto en El Salvador para esas cosas, mucho menos para muertos, me tocó pagar a mi la deuda, para que no sacaran los huesitos de la abuelita a la calle.

La tumba de mi abuela estaba semi destruida, sucia, descuidada y abandonada. La de mi abuelo no pude encontrarla. Se habían robado su cruz.



(Mausoleo de Francisco Morazán).

Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.


La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.

Despertaba el día
y a su albor primero
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:

"¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!"

De la casa, en hombros,
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.

Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.

Al dar de las ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedóse desierto.

De un reloj se oía
compasado el péndulo
y de algunos cirios
el chisporroteo.

Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
"¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!"

De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.

El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila,
formando el cortejo.

Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo;
allí la acostaron,
tapiáronla luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.

La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.

La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
"¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!"

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.

Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan los huesos...!

¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es, sin espíritu,
podredumbre y cieno?

¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
a dejar tan tristes,
tan solos los muertos.

Gustavo Adolfo Becker.
(Mausoleo del Dr. Manuel Enrique Araujo).

miércoles, 28 de octubre de 2009

Puta vieja.

Así era mi cuerpo, como el de la Margot, la cipota que está acusada de guerrillera. Claro, han pasado tantísimos años que ahora con mi cara cruzada de arrugas, la boca sin dientes y los pilguajos de chiches que me quedan, nadie podría reconocerme. Pero era bonita, aunque se rían.
Cuando lo conocí acababa de llegar al “Over de Top”, un burdel que quedaba en Soyapango y donde había otras quince muchachas, todas lindas, porque el Over era de lujo, sólo lo frecuentaban señores de carro y por la salida de una había que pagar quince colones. En ninguna parte cobraban tanto.
El vivía en una de las casitas de madera que quedaban a la orilla de la cuestona que sube para Soyapango. Lo veía con su uniforme del Instituto Nacional, siempre bien limpio, con los cuadernos apretados debajo del sobaco y su quepis de lado, con la hebilla del cincho bien lustrada; caminaba la cuestona del Agua Caliente para tomar el bus en la Garita, aunque muchas veces se iba a pie, porque no tenía ni cinco para la camioneta.
Al principio me miraba con desconfianza porque yo iba bien pintarrajeada, las cejas recortadas y los montones de rouge en la cara. Quizás por eso decían que a las que se pintan así la cara les rebota de putas. Yo estaba bien cipota, de unos diecisiete. Él era menor. Apenas llevaba una estrellita negra en la manga de la guerrera cuando me dijo que iba a cumplir los trece.
No me miraba, me tragaba con los ojos, y yo que ya era un tigre que caza echado, me burlaba y a propósito usaba unos vestiditos cortitos, o me bajaba a comprar la leche, sin sostenes, caminando la cuestona a la par suya y lo miraba al pobre, todo rojo de vergüenza tratando de cubrirse la bragueta con los libros, porque ya se le había endurado la cuestión. Hasta que comenzamos a hacernos amigos.
Al poco tiempo me regaló una foto y es por esa foto que estoy presa. Era mi chulo. Pero no de esos que le pegan a una y dicen que la protegen. No. Él nunca me pegó. Era mi chulo porque era mi marido, aunque no vivíamos juntos en la misma casa, pues yo siempre anduve en los burdeles, hasta que puse mi propia pieza a orilla de calle, allá por La Tiendona, y aunque se quedaba a dormir conmigo toda la noche, pero sólo los viernes, porque estaba estudiando.
Yo, para qué voy a negarlo, siempre estuve engazada de él. Hasta ahora.
Cuando recién comenzamos nuestro idilio no me quería agarrar los centavos, entonces yo le compraba ropa, buenas camisas italianas de donde Hugo Tona, y las mejores zapatillas que habían en La Marzenit. Me gustaba que anduviera bien guapo y, aunque salíamos poco, me sentía orgullosa de vestirlo bien tipería. Así fue que se acostumbró a la buena ropa. Hasta la de uniforme se la compraba de la mejor tela, no la rascuache que la vendían en Martinez y Saprisa. Ninguno del Instituto Nacional se vestía tan bien como yo lo vestía a él.
Los viernes me ponía lo mejorcito que tenía, pura angelita parecía, sin pintarme para que no me viera la cara de lo que era, y lo llevaba a comer. Íbamos a comer al restaurante Francés, uno bien elegante que quedaba esquina opuesta a donde Ambrogi y nos íbamos en taxi para que no lo vieran sus amigos. Nunca lo llevé a los restaurantes adonde lo llevan a una los clientes, ¡como van a creer! Ni al Claros de Luna, ni al Mercedes, ni siquiera a El Migueleño. Íbamos al Francés porque además allí había reservados y no me importaba gastar lo que fuera.
Para su bachillerato le regalé un traje entero, de allí mismo, donde Tona, un casimir inglés gris oscuro, que se lo hizo el maestro Huguet de la Sastrería Anatómica. Se miraba elegantísimo con su corbata roja pringada de blanco, y esa noche del título nos fuimos al restaurante y lo hice que se bebiera como seis jaiboles. Cuando llegamos a la pieza iba bien atarantado y pasamos una velada deliciosa haciendo planes para su futuro. Por esa época yo sentía que me quería. Esa noche me regaló otra foto de uniforme, donde estaba en grupo, pero se me perdió. La otra sí, la conservé toda mi vida.
En la universidad se cuidaba más de que no lo vieran conmigo, y yo lo comprendía, claro, porque iba a ser abogado y no era conveniente. A mí no me importaba, yo era feliz con que llegara una vez por semana a traer los centavos para los gastos y para sus libros. Porque era buen estudiante. No le gustaba tener que prestar libros, por lo que yo hacía el sacrificio para que no le faltaran. Me acuerdo cuando le compré el Código Penal. Me dijo que donde el Choco Albino se encontraban usados, pero yo no permitía eso. Para mi rey siempre debía ser lo mejor y se lo compré nuevo, no importaba si me machucaban más veces la babosada. Al fin y al cabo ya estaba acostumbrada.
Así seguimos hasta que terminó la carrera y lo mandaron a hacer su servicio social a un pueblo, pero nunca me dio el nombre del lugar. Eran tres años que iba a pasar de juez y yo presentía que era la despedida, porque ya no llegaba tan seguido, aunque siempre le tenía su ropita nueva, calcetines de seda, sus buenos zapatos y, en fin, todos sus libros. Porque aquí donde me ven, toda arruinada, me siento orgullosa de haberle comprado todos sus libros.
A su doctoramiento no me invitó, pero es que para entonces yo ya no servía. Ni señas de aquel culito bonito del Over. Llevaba como quince años de vida miserable, con tantos desvelos, y los clientes que obligan a tomar, y si una no cede, no salen. Era borracha entonces, pero delante de él lo disimulaba. No tomaba nada, aunque a veces me sentía olor a trago y se molestaba.
Se perdía por temporadas sólo llegaba por necesidad de los centavos. Pobrecito.
En esos tres años lo perdí. No lo volví a ver nunca, por más que hice para buscarlo. Como no permitía que conociera a sus amigos, no tenía a quién preguntarle. Después supe que se casó con una rica de aquel pueblo. ¡A saber!.
Entonces, de decepción, comencé a tomar más seguido y fui perdiendo mi clientela. De aquella puta que cobraba cinco pesos en mi pieza, fui bajando hasta llegar a tostones. Estaba marchita. Me había adelgazado y tomaba a diario. El único consuelo era su fotografía, que había mandado a ampliar y tenía en un marquito con vidrio y todo. Pensaba que algún día volvería, pero así fueron pasando como veinte años o más.
Después ya ni de puta servía, por vieja, flaca y fea. Así puse una mi ventecita de frutas allí mismo, en el mesón, ¡pero que iba a ganar! Además estaba podrida de la sangre, porque en la Sanidad me habían puesto la novecientos catorce varias veces, pero siempre estaba toda llena de chiras.
Entonces vino el pleito, porque la pieza la compartía con la Tencha, una puta no tan vieja que todavía trabajaba con el cuerpo pero era más borracha que el mismo guaro. Estaba necia desde hacía meses queriéndome quebrar la foto y burlándose de mi abogado. Eso a mi no me importaba, pero que no me fuera a tocar la foto, porque se iba a arrepentir. Hasta una noche, en que las dos estábamos pasadas de borrachas, agarró la foto y la tiró contra el suelo, y después la rompió en mil pedacitos. Yo no le dije nada porque tenía miedo, pero cuando estaba dormida le metí a saber cuantas puñaladas y me acosté. Al día siguiente la hallaron bien muerta. Y no me arrepiento, si me volviera a romper la foto, la volvería a coser a puros trabones.
A él, después de veinticinco años, lo volví a ver en el juicio. Estaba lindo, bien vestido, con un traje gris oscuro como el primero que le regalé. Se veía elegante, como cuando yo lo vestía. Era el fiscal. Es decir, no era él propio, sino su hijo. Eran igualitos. La misma mirada seria, el mismo bigote, su misma boca que tantas veces me comí, ¡y como sabía el muchacho! Hizo pedazos al defensor que me habían puesto, y yo, mientras él me insultaba, me decía puta vieja y otras cosas, lo miraba, embelezada, no le apartaba la vista, pensaba que era él, mi estudiante, el único amor de mi vida. A veces me turbaba y yo le obsequiaba una sonrisa. Era lindo, tenía la misma voz, y los mismos gestos. Cogía el cigarrillo igualito que él, y de malicia echaba bocanadas de coronitas como el papá.
Cuando terminó el juicio llegó a la banca donde yo estaba y me preguntó que por qué lo veía con tanta ternura, si él estaba pidiendo mi condena. Porque sí, le dije. Porque usted es bien lindo, como hubiera querido que fuera mi hijo, y le besé la mano.
Aquí en la cárcel me enseñaron el diario y recorté la foto. Se miraban bien lindos. Él, ya viejón, pero guapo, y él, jovencito, en primera plana. Resonante triunfo de padre e hijo, decía. Magistrado asciende a presidente de la Corte Suprema el mismo día que su hijo obtiene la condena de una asesina. ¡Se miraban bien lindos!¡Bien lindos!.


Melitón Barba.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El leperario nacional.

“¡Andá trabajá, vieja güevona. Lavá ropa; o embrocá la babosada, que todavía aguantás tus revolcones!”, gritó un fulano. “¡¡Coma mierda, viejo cerote. Metido!!”, respondió la aludida. Y los dos contendientes se trenzaron en un sartal de procacidades.
Ella era una pordiosera exitosa: “Hoy me ha ido mal, solo me han caído veinticinco dólares”, confesaba a veces a un lustrabotas. “¡Puta, y todavía te quejás!” Es que, cuando el día estaba bueno, recaudaba, de cora en cora, por lo menos cuarenta morlacos.
Él, en cambio, era un mercader que lograba amasar una ganancia diaria de unos diez o quince billetes de a uno. En la mañana expendía pan; en la tarde, atoles: que shuco, piñuela, de semilla de marañón, que de maíz tostado. Así que, al ver a la afortunada pedigüeña, se había alzado en codicias, había montado en cólera y le había dejado ir la andanada de denuestos. “¡Vieja cabrona, torroploca!”, había rubricado.
“¡Ah, mi pueblo –pensó don Sofonías, mientras ascendía a la acera y tomaba dirección hacia el mercado–, no ha subido el sol y ya está intratándose. Y si aquí la gente es shuca de la boca, allá en la capital ya dice quitá diay. El otro día, a tomar el bus iba yo, cuando un fulano le silbó ‘la vieja’ a otro. ‘La mía ya está muerta y necesita de una misa. La tuya, que está viva, necesita una gran pija’, le contestó el otro. ¡Ay, Dios. Se agarraron a trompadas, que si no me aparto, saco terminación!”
El bocinazo del recolector de basura sacó al anciano de su ensimismamiento. Los contendientes se habían quedado atrás. Los primeros carabancheles del mercado se veían a lo lejos. Don Sofonías apuró paso.
“Dicen que somos el país más lépero de Centroamérica –retomó el anciano–. ¿Será porque vivimos amontonados, como ratas en jaula, y más el agobio de la situación económica y la inseguridad, nos hace agresivos y la agresividad la sacamos insultándonos? A saber. Lo cierto es que, para léperos, nosotros: ¡ricos y pobres! Pero hay excepciones: la Teba. Yo digo mis zanganadas de vez en cuando; ella, no. A veces, el gato la saca de onda con su miagadera, pero no pasa de ‘gato baboso’”.
Y es que la niña Teba era así: sencilla, trabajadora, creyente, orante, nada afecta a la coprolalia propia de la más amplia salvadoreñidad. A veces, el dolor de los riñones la sacaba de marca, pero aún en estas ocasiones afrontaba con dignidad las incomodidades. “No hay que maldecir. Hay que bendecir a Dios y a la vida. Todo lo que llega, bueno o malo, es la compensación por algo”. Así creía, y así iba viviendo.
“¡¡Y si no va a comprar nada, para qué me hizo que soltara todas estas mierdas??” El reclamo que una vendedora acababa de soltar a un cliente volvió a don Sofonías al aquí y al hoy. “¿Y para qué la quiere más grande? ¿Que noventa culos va a poner?” Y, arrabiada, la mujer enhebraba con un lazo las orejas de una colección de bacinicas de plástico.
“Ah, mi pueblo”, volvió a decirse don Sofonías, mientras caminaba en busca de verduras para los pasteles de su Teba, y preparaba los ánimos por si aparecía otra muestra inesperada de aquellas antologías andantes del leperario nacional.

Francisco Andrés Escobar.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Recordando las buenas épocas, segunda parte.



El "rock n´ roll", de los años 60 podría haber pasado como una moda más... Un "boom", juvenil sin precedentes en un pequeño país de Centroamérica. La realidad de El Salvador aparentaba estar lejos de toda relación con lo que pasaba en las naciones del mundo anglosajón, que vieron nacer a este importante género musical.

El movimiento hippie se fue tan rápido como vino. Aquí en el país, el movimiento juvenil se vivió de una manera muy propia, muy a lo latino. El movimiento hippie salvadoreño no logró cimentar una filosofía permanente en la juventud, en muchos casos "lo hippie", no pasaba de la ya inmortalizada moda de cabellos largos, camisa de colores encendidos, pantalones de campana, zapatos de plataformas, lentes muy grandes, minifaldas y alguna que otra experimentación con la Marihuana.

Había grupos de rock en casi todo departamento del país, en cada ciudad, en cada barrio. Sin embargo, sólo algunos lograron sobrevivir en el recuerdo. Ya se han mencionado los dos grandes grupos de la primera generación "Los Super twister" y "Los satélites del Twist"; grupos de la segunda generación como "Los Kiriaps" de Tony Delgado, "Los Supersónicos", de Luis López" y "Los Intocables" de Oscar Olano.


La lucha del rock por sobrevivir.
El rock no murió en los 70´s pero este si sufrió algunas transformaciones. Otros quizá llamen a este periodo "la crisis del rock salvadoreño". Los espacios cedidos por las compañías disqueras estaban reservados para las formas más "comerciales" de rock. Las bandas que tocaban estilos más pesados de rock eran discriminados por estas compañías que privilegiaban más la moda y lo comercial que el arte en sí.


En ese entonces, el mercado musical norteamericano descubre un nuevo estilo derivado de la mezcla del rock con los ritmos latinos y africanos más movidos. Era una mezcla de lo afro - tropical y el rock. La estrella del momento tenía un nombre: Carlos Santana. Su primera presentación fue en un teatro de San Francisco, California en el año 1968; pero su gloría llegaría en 1969 cuando aparecería en el festival de Woodstock.




También se pone de moda el estilo llamado "Chicano" (mexicano – norteamericano) que privilegia el uso de percusiones y otros instrumentos "no tradicionales", dentro del rock.
Sin embargo el rock seguía siendo rock. Algunas bandas experimentaron con su lado más duro y agresivo: bandas como "Cream" – de Inglaterra en los tardíos 60-; "Deep Purple" (1968) y los padres de lo oscuro "Black Sabath" (1969), que definirían entonces una escuela determinada. Algunos grupos nacionales como "Macho", de Juan Ramón Crespo buscarían ese estilo, lo cual les costaría la marginación por parte de las casas disqueras y radios.

Lo Tropical...

Algunos le llamarán una contaminación, otros: una etapa de experimentación y de la expansión de las fronteras musicales del rock.
Efectivamente, las modas no sólo venían del mundo anglosajón. En los años 70´s llegan al país ritmos muy bailables, fáciles de escuchar, fáciles de entender y de letras divertidas que hablaba de amores, despechos, sexo y parecidos. La cumbia y lo tropical dominarían la moda, los espacios radiofónicos estarían colmados de estos géneros. El rock se fusiona con lo tropical para sobrevivir.


En 1971 muere Tito Carias, primer y gran impulsador del rock en el país. Termina así la "época de oro del rock salvadoreño". Atrás queda una historia y otros luchan por escribirla. La tercera generación de rockeros, la de los 70´s, gravarían dignamente algunos nombres importantísimos en ella.


"La Fiebre Amarilla", (creada en 1971) es quizá el nombre que más resuena. En ese entonces su manager era Willie Maldonado – actual conductor televisivo -. Uno de los fundadores de La Fiebre, Tony Delgado, era un ex "Kiriap".
Citando a "La historia del rock", escrita por el periodista musical Orus Villacorta (publicada en la revista Planeta Alternativo – EDH) : "La fiebre vio las cosas de una manera más comercial. En aquel entonces, el movimiento musical en nuestro país estaba compuesto por dos corrientes comerciales: Las orquestas que tocaban música tropical y los grupos de la nueva ola (rock)... Dado que todos se cotizaban muy bien, si alguien organizaba un evento, el dinero no alcanzaba para contratar a un grupo tropical, como a uno de rock. "Fiebre Amarilla" fue uno de los primeros que fusionó ambos estilos musicales y todo el mundo quería tenerlos en sus fiestas".

(Artículo tomado de El faro)


domingo, 11 de octubre de 2009

Adiós al Mundial


Perdimos. Si perdimos el partido de fútbol contra México, pero jugando fútbol como debía de ser. Ellos fueron mejores, sin duda, y nos anotaron cuatro veces. Nosotros anotamos solo una vez. En el papel queda como goleada. Y lo fue.
Los números son fríos y categóricos: México 4, El Salvador 1.
México gana el pase al mundial y nosotros no logramos ni siquiera el repechaje.

Lo que no dirán los números es que El Salvador jugó sin complejos, con garra y corazón, y que en algunos parajes del partido se vio mejor que el local, pero esto no se transformo en goles y los partidos se gana con goles y México los hizo.

El primero, un autogol, el segundo un golazo de Cuauhtemoc Blanco que a pesar de sus años sigue siendo el alma, cerebro y corazón del equipo azteca. El tercero, otra jugada de Blanco, culminada por Palencia, otro veterano; y el cuarto, error de nuestra defensa, regalo para Carlos Vela que se la llevó con el brazo para fusilar a Montes.
Este último tanto debió haber sido anulado, pero el árbitro Batres lo dio como legítimo.

El único gol de El Salvador fue un soberbio golazo de tiro libre desde casi 35 metros de Julio Martinez, que se le metió en la esquina que cubría Memo Ochoa, que nunca pensó que se lo iba a comer. ¡Golazo!.

Al final, triste por la derrota, pero satisfecho por la labor de nuestros jugadores.
El miércoles vamos contra Honduras en el Cuscatlán. Lo único que nos queda es terminar nuestra participación en ésta clasificación con la frente en alto y tratar de ganarles a los hondureños para enviarlos al repechaje.

Ahora, a pensar en el futuro.

Si seguimos por éste camino, es muy posible que para la próxima logremos obtener mejores resultados, puesto que tenemos muchos jugadores jóvenes que han ganado mucha experiencia en éste proceso y que les va a servir en el futuro.

En cambio Honduras, Costa Rica y el mismo México tuvieron que recurrir a la experiencia de muchos veteranos y algunos hasta ya retirados para salvarlos de la debacle total porque sus jóvenes no respondieron como deberían.

Ojalá se le renueve el contrato a de los Cobos, y si no, quien sea el nuevo entrenador, que se le respete su proceso, porque ya vimos que cuando los objetivos se piensan a largo plazo, y se le dan las facilidades, se obtienen sus frutos. Pero cuando las cosas se hacen a la carrera, sin recursos e improvisadas, los resultados son negativos.

¡Arriba con la selección!

Memo.

sábado, 3 de octubre de 2009

MEMOrias de Raúl "Araña" Magaña"



(Raúl Magaña en el mundial de 1970 en México) .

Esta semana supimos del fallecimiento de Raúl Alfredo Magaña, gloria del deporte salvadoreño, y sin lugar a dudas, el mejor arquero de fútbol que nuestro país a producido.

“La araña”, como era conocido, tenía una elasticidad increíble y buen atajador. Fue miembro del quizás, mejor equipo salvadoreño de todos los tiempos, el Alianza F.C. de finales de los 60s.

Como un pequeño homenaje para Raúl Magaña, quisiera contarles una jugada suya que la presencié en un partido, que a ningún portero se la he visto jamás, para que los que nunca lo vieron jugar aprecien la calidad que tuvo, y para los que lo vieron, se recuerden de su técnica y su agilidad debajo de los tres palos.

En un partido entre el Alianza F.C. de San Salvador y el Águila de San Miguel-que eran los dos mejores equipos en los finales de los años 60s-, se iba lanzar un tiro libre por el lado izquierdo muy cerca del área grande a favor de Águila y lo iba a ejecutar Ramón (Mon) Martínez, uno de los cañoneros y goleadores más temidos entonces en nuestro país.

(Equipo Alianza de 1967, el mejor de todos los tiempos) .


“La Araña”, en lugar de colocar la barrera de hombres enfrente del tirador, se colocó él solo enfrente en el sitio donde supuestamente se debía colocar la barrera de protección y mandó a casi todos los demás jugadores a ponerse debajo de la portería.

Todo mundo se extrañó, los jugadores contrarios, el árbitro, la banca, el mismo Mon, y toda la tribuna. Sus mismos jugadores no sabían qué hacer, pero la Araña les gritó que le hicieran caso.
El árbitro pitó para ejecutar el tiro, Mon tomó carrera, disparó con muchísima potencia directo a la portería…y la Araña le paró el disparo y se quedó con la pelota.

Todo mundo se paró para aplaudirle y gritar de alegría por la jugada.
Y Mon se llevó las manos a la cara, de la vergüenza.

Ese fue Raúl “Araña”Magaña, el mejor portero de todos los tiempos en nuestro país.

Ojalá nuestras autoridades le pongan su nombre a algún estadio, en reconocimiento a su trayectoria futbolística y su legado deportivo a nuestra patria.

¡Que despanse en paz!


(En el encuentro entre el Santos de Brasil de Pelé y el Alianza, en el que el equipo salvadoreño ganó por 2 a 1) .