“Querido papá, querida mamá: les tengo una noticia buena y fea a la vez: ¡hallé a la Candita!”
A don Sofonías Pereira se le alzó la presión arterial. Siempre había querido saber de la Cande. Una hija es una hija, y aunque la ingrata los hubiera olvidado desde que se fue a los Estados Unidos, ellos la recordaban siempre y la incorporaban en sus rezos, sobre todo la Teba, que creía en la oración más que don Chofo.
“Lo primero que se preguntarán es dónde. Fue en Washington. Habíamos ido allá, con mi mujer y los bichos, a pasar el fin de semana. Íbamos caminando hacia la Aguja (así le decimos muchos latinos a un obelisco enorme), cuando la vi. Al principio dudé. ‘Perate –le dije a mi mujer–, voy a ir a ver si aquella que va allá es la Cande’. Y salí corriendo.
Ella iba bien tipería: con botas, yines, una blusa bien tallada y anteojos oscuros. Al principio dudé, pero me le acerqué y le hablé. Ella se asustó. De seguro creyó que yo era un tacuache o un pandillero, que aquí los hay a miles. Pero luego se me quedó viendo, se quitó los anteojos, ¡y era ella! El chajaste que le quedó en la ceja aquella vez que, cuando chiquita, se cayó en la pila no la hubiera dejado mentir. Se me encimó, nos abrazamos y lloramos. Nos fuimos todos a comer.
¡Vieran qué guapa está! Ya no parece la campesinota que era. Vive en Miami, mastica bien el inglés, y había llegado a Washington a algo así como un congreso. Resulta que se ha hecho miembro de una de las tantísimas sectas que hay aquí. Dice que la gente de esa secta le ayudó a encontrar vivienda y trabajo, cuando estaba recién llegada. Le pidieron, en pago, olvidar a su familia y a su país. Ella no dudó, y por eso no volvió a escribirles ni telefonearles a ustedes”.
A don Sofonías algo le dijo que allí había mano peluda. “Es que mirá, Teba, ¿qué religión le va a impedir a una hija hablar con sus tatas? A saber si esta pobre, con tal de hacer centavos, ha ido a caer en algún negocio turbio. Allá hay babosos que, con engaños, meten a muchas mujeres en antros,... en fin, ya te imaginarás en qué las pueden desbarrancar”.
“Es posible que a ustedes esto les parezca raro: a mí también me resulta difícil tragarme el cuento. Yo le quise sacar la verdad, pero ella siempre se iba por las ramas. Me dio una dirección de allá, de Miami; y en cuanto yo tenga un wikén largo voy a ir a verla. Ya les contaré más...” Y la carta de Lalo seguía: que yo estoy bien, que los cipotes les mandan abrazos, que saludes a quinimil gentes, y que también al gato y al perico.
Don Sofonías terminó de leerle a su Teba la carta que había llegado en un envío de Eulalio, el hijo lejano, que además contenía una plancha eléctrica, una licuadora y un reloj electrónico de pared. Don Sofonías mascullaba congojas: “¡Hijos de noventamil puercas esos países ricos que pervierten a las gentes sencillas hasta hacerlas olvidar la tierra donde dejaron el ombligo enterrado!”
Oyendo a su esposo y preparando un mamaso de tortillas y chicharrones para el gato, la Teba, con disimulo, lagrimaba en silencio.
Francisco Andrés Escobar
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