lunes, 25 de mayo de 2009

El Boxia.

FIlemón buscó la sombra de aquel inmenso laurel de la India para guarecerse del sol. Puso los trastos de latón en la tierra, junto al árbol, y se dispuso a descansar un rato. Venía de caminar como una legua y no había vendido un solo trebejo. Encontró un pequeño charco en la grama recién regada y se entretuvo chapoteando mientras se le enfriaban las plantas de los pies. El hervor del asfalto le rajaba los talones y le agrietaba las comisuras de los dedos. Lo caliente del pavimento
Le cosía hasta el alma, le quemaba, sentía como que se achicharraba, pero no se hallaba en valor de pedir para comprar zapatos. Al fin y al cabo no era su papá, aunque lo hubiera criado desde que quedó huérfano. Siempre se lo decía:
-Tu papá fue el primer marido de tu mamá. Yo te recogí chiquito, pero no soy tu papá.

Ambos hombres habían llegado a la ciudad provenientes del monte. Venían huyendo de la matazón. Se fueron arrimando a la pura fuerteza en unos terrenos municipales. Levantaron su cabaña de latas y comenzaron a fabricar trastos, cocinas de carbón, regaderas y canales para la lluvia. El hombre era medio hojalatero y quería que su hijastro aprendiera el oficio.
A Filemón lo fue atrapando la ciudad. Siempre había soñado con ser motorista de los grandes camiones de la Constancia, o si no de esos inmensos trailerones que hasta quiebran la cintura cuando dan la cruzada. Buscó talleres de torno y se ofreció como aprendiz, pero le exigían el sexto grado y una carta del Ministerio de Trabajo. Quiso ser albañil o carpintero, pero en las construcciones sólo le ofrecían de mozo. El foco del entendimiento se le iluminó cuando pensó que bien podía llegar a ser boxeador. Tenía buen lomo a pesar de sus dieciséis años y con alguien que le enseñara a dar y recibir trompadas podría tomar aquello como oficio. Además ahí nadie andaba exigiendo sexto grado.
Dio varias vueltas a la manzana mientras se aprendía de memoria lo que iba a decir en el gimnasio, para no equivocarse. Una vez con la letanía lista, cogió fuerzas y tocó el timbre de la puerta. El propio entrenador salió a abrir y, una vez adentro, se ofreció como principiante.
-Lástima que seás descalzo-dijo el maestro-porque buen lomo sí tenés, en poco tiempo te subiría al ring.
Mirá, Ric
-dijo, dirigiéndose a un negro viejo y canoso-, qué buen lomo tiene este chamaco, solo está de pulirlo.
-Si-dijo el hombre llamado Ric-, sería buen peso gallo, pero no tiene zapatos.
Lo vio una vez más y se fue caminando para adentro. Llevaba en la mano un balde y de su cuello colgaba un par de guantes. Al momento regresó y mientras encendía un cigarrillo, dijo:
-Oye Babalú, podrías ocuparlo de sparring para el Junior, mientras se recuperan los otros. En dos semanas bien lo preparamos.
-No se puede-ripostó Babalú-, es descalzo. (Hernán "Chubalo" Cubías. Legendario boxeador cuzcatleco).

Filemón salió con un sabor amargo en la boca. Sabía que pasaría mucho tiempo antes de poder calzar zapatos. La venta de trebejes apenas dejaba para la comida y los más baratos para deporte costaban más de ciento cincuenta colones.
Semanas después, decepcionado, se presentó al circo de Firuliche a buscar trabajo. Se ofreció para hacer de payaso y el jefe lo recibió.
-Hay que ser artista, maje-dijo el bufón-, vos creés que es fácil la babosada, tenés que aprenderte el libreto y vos quizá no podés ni leer, se echa de ver porque ni zapatos cargás. Si querés de mozo le hablo al hombre-dijo, mientras se sentaba en una banqueta que estaba por la escalera.
-Qué viejo más cabrón-dijo Filemón-, yo creía que los payasos eran buena gente.
Salió molesto del circo y no encontró relación entre los zapatos y la lectura.


Volvió a darle vueltas al asunto del boxeo. Para eso no exigían mucho y además Babalú le había dicho .
En sus noches tristes, surcadas de presagios rutinarios, mascullaba sobre el tema y cavilaba insistente sobre lo mismo. Tocaba todas las puertas vecinas al gimnasio para vender regaderas y otros utensilios y veía entrar y salir a los deportistas con su maletín Mike- Mike, que algún día soñaba tener. Por esas calles conoció al Boxia. Lo había visto en el barrio y pensó que él podría ser la ganzúa que le abriera las puertas del triunfo. Se hicieron amigos. Lo esperaba todas las tardes a la salida del entrenamiento y le llevaba el maletín con la ropa mojada.
A medida que crecía la amistad, éste le conseguía permisos para que entrara a ver y comenzara a aprender en abecedario de las trompadas. Le gustaba la postura a la izquierda que adoptaba Pambelé y la practicaba. Comenzó a boxear con su sombra y estudió los quites de nuca, los quiebres de cintura y hasta se animaba a hacer el bailadito de Muhammad Ali.

A Filemón le empezó a gustar una cipota de los mismos asentamientos, pero cuando se miraba los pies descalzos se le bajaba el entusiasmo, porque las cipotas, aunque pobrecitas, andaban con sus zapatillas bien lustradas; en cambio él, con sus dedos al aire como abanico desechado y sus calcañares con grietas profundas como las que se encontraron en la Luna.
-La Zoila le tiraba corriente y hasta le contó que los sábados bailaban en el traspatio de la parroquia.
-Pero usted no puede ir-dijo-, porque no dejan entrar descalzos.
Parecía que todo su futuro giraba alrededor de los pies y cuando pasaba por los almacenes que venden zapatos Adoc hasta se animaba a romper la vitrina
El Boxia empezó a enseñarle a boxear en serio. Lo invitaba a su cuarto y allí practicaban. Le había indicado que corriera por las mañanas para ir macizando las piernas. Comenzó a hacerlo en el parque de béisbol cerca del Estado Mayor, hasta que lo pararon los centinelas.
-¿Por qué andás descalzo, cabrón? Los corredores no andan descalzos. Lo interrogaron, le pidieron papeles, lo dejaron ir, pero lo amenazaron que no volviera.

Cierta vez, el Boxia le consiguió un par de zapatos prestados y lo subió al ring para cambiar unos tiros. El Boxia era un gato. Saltaba, bailaba, finteaba, le ponía el guante en la cara las veces que quería. Filemón, a cada trompada, se iba hasta las cuerdas y rebotaba para recibir otro puñetazo. Filemón sentía que las botas le estorbaban, le pesaban como plomo y no le dejaban seguir el bailadito que le había enseñado el mismo Boxia. Se sentía como caballo recién herrado. La paliza que recibió fue buena, pero estaba contento, había aprendido bastante.

Por esos días apareció Chacás, un tipo camorrero que llegaba a la colonia a buscar muchachas. Tenía fama de matón y cuchillero y para la Feria d Agosto subía a los encordelados del Campo de Marte y no había quien le aguantara. Tenía un buen upercut de zurda, pero tomaba demasiado. Era bolo pelionero.
Para Navidad, el hojalatero, su padrastro, le tenía dos sorpresas. Le había comprado un par de zapatos de hule Ringo Star.
-Para que te hagás boxeador-dijo-, pero te tenés que ir de la casa, pues me he conseguido una mujer y allí no cabemos.
Filemón pensó de inmediato en el Boxia y en la oportunidad que se le abría, pues en poco tiempo subiría a medirse con el Chele Garzona, un tipo de su mismo peso. Si le aguantaba los diez rounds, se ganaba quinientas bolas.
Pensó también en la Zoila, para avisarle que ese sábado irían a bailar a la parroquia.
El viernes en la noche, cuando venía del gimnasio de esperar al Boxia, vio que Chacás tenía a la Zoila contra la pared y estaba tratando de besarla a la fuerza.
Lo apartó de un solo.
-Dejá a la cipota, pisado-dijo-, si sos hombre vení a darte verga conmigo.
Y se fue caminando a la pavimentada.
Chacás lo vio con furia, pero se dio cuenta que en la esquina estaban varios amigos de Filemón.
-Te reto para mañana, culero-dijo Chacás, nos vemos a las diez en el gramal. Si querés con cuchilla, con cuchilla. Si es a los puños, nomás decímelo.
-Sin cuchilla-,dijo Filemón-,a los puros puños.
Chacás siguió bebiendo esa noche con Mitigal y con Paco Perfecto.
-¿Y con quién es el pleito?-preguntó MItigal.
-Con Filemón-respondió-, ese chuña que vende peroles.
Cuando Filemón llegó al gramal ya había bastante público. Como sabía que la Zoila iba a llegar se puso los zapatos para confirmar lo de la bailada.
Estoy listo, culerito-dijo Chacás, mientras se arremangaba la camisa.
Filemón pensó en los quiebres de tronco, en el bailadito a lo mamad Ali, en el upercut de zurda, cuando se acordó a la vez que los zapatos le pesaban como plomo y la golpiza que le dio el Boxia por culpa de los mismos. Entonces, se los desamarró rápido y los fue a colgar del único palo de cuijiniquil de aquel llano pelado. Los dejo bien amarrados y se fue caminando donde estaba Chacás.
-Venite, pendejo-,dijo Filemón.
Adoptó la postura de Pambelé y empezó la soca. (Carlos "Famoso" Hernández, primer campeón mundial de boxeo de origen salvadoreño).

Chacás peleaba con la cabeza gacha, viendo para el suelo. Hacía un bailadito medio rascuache y tiraba abierto, dejando el pecho sin protección. Avanzaba tirando manotazos a la cara y al cuerpo y Filemón sólo para atrás, conociéndolo, deteniendo los tiros con el antebrazo, midiéndolo, sin descuidar la cobertura de la cara. Filemón lo fue tanteando y poco a poco empezó a soltar la derecha que llegaba al pecho con sonido de tambor. Chacás se le dejó ir con una serie de trompadas locas, una de las cuales fue tremendo puñetazo que retumbó como trueno y lo hizo trastabillar, que si no hubiera estado descalzo, lo tira al suelo, pero con los dedos se afianzó de la gramal pudo sostenerse. Otro puñetazo se estrelló en la nariz de Filemón y un chorrito de sangre comenzó a bajarle por la boca. Se limpió con la manga, pero cuando vio la fresa se le subió la rabia. Chacás se reía triunfante, mientras Matinal y Paco Perfecto aplaudían. Filemón buscó a su alero, el Boxia, y ese descuidito por poco le cuesta el arranque de una oreja, porque el zurdazo se lo clavó directo y el oído le quedó zumbando como chicharra de Semana Santa. Filemón logró clavar un directo a la cara que tiró al suelo a su contrincante, quien se levantó presto y dijo que se había deslizado; pero tenía reventada la boca. Filemón se le fue acercando, finteando, bailando, golpeando en el ojo con el uno-dos mientras lo componía para descargarle un terciazo al tórax que lo hizo tambalear como muñeco.
Comenzó a bailarle como mariposa, se quitó un gancho de derecha con quiebre de cuello, se afianzó de la grama y soltó un jab, primero de izquierda, luego de derecha, confundiendo al enemigo, que dejó libre el mentón, adonde fue a dar, directo, el upercut que tantas veces había ensayado.

Chacás cayó con los ojos trabados. Su ojo izquierdo estaba como chaquira.
Alguien contó los diez segundos reglamentarios y el público, empezó a aplaudir.
Filemón, culón, buscó a la Zoila para saludarla. Paco perfecto y Mitigal recogieron a su compañero.
Tenían la faca en los zapatos
Filemón se fue caminando confiado al árbol de cuijiniquil a buscar sus zapatos, cuando sintió tremendo golpe en la nuca. Era un golpe prohibido, un rabbit punch que lo estremeció de pies a cabeza.

Cuando despertó, sus zapatos, sus Ringo Star, habían desaparecido.

Melitón Barba
De su libro: Puta vieja.

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