sábado, 22 de junio de 2013

Aquella vez...en Mayo

Alejado, por la muerte, de mi abuela, y por la distancia, de mi nana, cuando estudiaba los primeros años de primaria, una sociedad de obreros convocó a un concurso literario. Recibidas las bases del evento, las escuelas públicas y el único colegio privado del pueblo se dedicaron a realizar las eliminatorias entre los alumnos. Yo clasifiqué por el cuarto grado de mi escuela.


A eso de la primera semana de abril, nos llevaron a los finalistas al local de la sociedad patrocinadora. Nos entregaron papel y lápiz, y nos dieron dos horas para escribir una composición-en verso o en prosa-dedicada a la madre.

Como mi madre había muerto diez años antes, y como no me había podido acostumbrar a su ausencia-en realidad nunca pude-, escribí un poema que me salió fácil, porque me vino del alma; y me salió medio bonitillo, porque tenía raíz en la verdad.

Terminado el evento, entregamos nuestras composiciones… y de alguna manera los concursantes nos olvidamos un poco del asunto, porque se avecinaban otros acontecimientos de importancia para nosotros.

Mayo llegó con sus aguas, sus frutas y sus colores. En aquellos años, desde el primer día del mes se celebraban las “flores”. En las tardes, la imagen de la Virgen era paseada por las calles del pueblo. En la casa de donde partía la procesión, primero se rezaba y luego venía el reparto de las frutas, pajaritos de dulce, horchata con marquesote y otras chucherías. Luego, entre cohetes y música de banda, la imagen esparcía su gloria entre los adultos y los cipotes que acompañábamos con flores y minúsculas banderas en las manos.

En la casa donde se recibía la imagen, también había algún alborozo; pero uno más bien indagaba sobre lo que podría ocurrir el día siguiente. Dicen que como esas tienen pisto, van a dar repostería de la capital. Dicen que están preparando tamales. Dicen que mañana…y uno de cipote se alborotaba con las ilusiones del atracón del día siguiente.

Entre los días de mayo, lueguito de iniciado el tiempo mariano, había un paréntesis excepcional: el día de la Cruz. Desde el día anterior, el 2, cruces pequeñas y grandes se emplazaban en cuanto lugar hubiera con vida humana. Cuando amanecía el 3, los jardines y corredores amanecían con sus cruces de palo de jiote, engalanadas con cadenas, gallardetes, cortinas y chuspas de multicolor papel de China. Los brazos de cada cruz se descuajaban con los mangos, cocos y jucumicos en rama que debían cargar. Y los pies del leño permanecían hundidos en un mar de mangos, naranjas, marañones, jocotes y cuantas otras frutas se pudieran colocar, adornadas muchas de ellas con pequeñas banderas de colores diversos, y con los apetecidos pajaritos de colación.

Los cipotes y cipotas, después de haber “adorado” en la mañana la cruz de la escuela, y luego de habernos atracado todo lo que se pudiera, nos íbamos a cuanta casa tuviera cruz que “adorar”, y salíamos empanzados de hartura y con los bolsillos y los bolsones llenos de chucherías “para después”.

En la tarde, a eso de las cuatro, la procesión colectiva de la santa Cruz recorría el pueblo. En medio de los acordes de la banda, de un coheterío intenso, de la multitud de chuchos que corrían horrorizados a guarecerse donde pudieran, y de los cipotes que nos arremolinábamos en trifulca a los dulces de colación lanzados entre la gente que saturaba las esquinas, la cruz procesional de palo de jiote imponía su majestad sobre los lugareños.

En la procesión de la Cruz de aquel año, fue cuando la maestra de nuestro grado me sacó de una samotana en la que me encontraba metido para agarrar colación. “Chelito, ganaste el primer lugar en el concurso. Los premios los van a entregar el día de la madre, en el teatro, después de la misa”.

Sentí que el tiempo y el espacio se me partieron en dos. Empecé a navegar en una especie de irrealidad e ilusión, mientras la procesión continuaba su camino y algunos cipotes me gritaban: “apurate cabrón, o te vas a quedar sin nada”.

El 10 de mayo amaneció fresco, nublado, oloroso. Todas las escuelas fueron a la iglesia, decorada esta vez con la belleza que prodiga lo popular y lo sencillo. La misa fue excepcional. Durante la comunión, el coro cantó una letra que no he olvidado nunca: “Hermosa eres cual madre/ Hermosa como hija/ Hermosa como esposa/ castísima, inmortal/ Hermosa por tu nombre/ que el mundo regocija/ Hermosa por tu gracia/ que es gracia sin igual”.

Después vino la premiación en el teatro: un enorme galerón de adobe y lámina, con butacas, lunetas y galería de madera, atestado esta vez de cipotada, maestrada y mamás.

En el escenario, engalanado con matas de huerta y palmeras de coco medio vencidas, primero hubo algunos “números”: la Negrita Cucurumbé, Granitos de Granada y otros. También hubo un medio drama familiar que arrancó lágrimas a todos. Luego, una niña se prestó a declamar un poema a la madre; pero después de la primera estrofa declaró que le daba risa y se bajó muerta de carcajadas nerviosas, en medio del jolgorio de la concurrencia y la vergüenza de la familia.

Luego vino la premiación. El alcalde, el presidente de la sociedad de obreros, los directores de las escuelas de los premiados, ocuparon una mesa que apareció en el escenario con una velocidad pasmosa. La banda se aprestó a saludar a cada ganador con una diana.

El tercer lugar lo tuvo una niña bellísima. Subió con dignidad al escenario, vestida de blanco, con unos colochos dorados que le caían sobre la espalda. Diana, aplausos y admiración sin límites.

El segundo lugar fue para un modesto cipote de claro aspecto indiano y de temperamento tozudo. Moreno, con el pelo negro e indomable, subió descalzo al escenario acompañado de su madre, una humilde mujer del mercado que se había puesto su mejor vestido y su mejor delantal para la ocasión. Cuando bajaban del escenario, el cipote pateó mal una grada; la tabla tronó y él hizo casi una pirueta, en medio de un ¡ijjj! De todo el público. Al recuperar la dignidad y el equilibrio, el cipote exclamó a toda gloria “Pero no me desmadré”. Aplausos atronadores, y una voz amistosa que desde la galería le gritaba: “Buénale Cuartón”.

Por haber ganado el primer lugar, tuve que leer el poema. Me tembló todo; pero salí del paso con alguna solvencia. Cuando me pusieron la banda, la medalla, me entregaron el diploma y ¡los quince colones de premio!, mi escuela soltó un aplauso abrumador. Hasta “Mico Sonto”, que no me quería mucho, se partía los dedos en una aclamación generosa.

Cuando volví a casa, encontré a mi madre adoptiva con los ojos pegados a la máquina Singer con la que dio de comer a sus hijos y a mí. Mi padre se había ido a sus trabajos agrícolas.

Entré en la pequeña pieza a la que yo llamaba “mi cuarto”, coloqué la banda en un clavito de la pared, y extendí el diploma sobre mi tijera de lona. Entonces lloré. Lloré de gusto y gratitud con Dios y con la vida. Lloré por aquella mañana de mayo tan llena de niebla, de frescura y de esperanza. Por aquellas estrofas de la misa de las que no me olvidaría jamás. Lloré por aquel acto de premiación, tan colmado de todo lo que viene del pueblo, y tan claro de vaticinios sobre lo que sería mi vida. Y lloré sobre todo porque ni mi abuela, ni mi madre, ni mi nana…habían estado allí.

Francisco Andrés Escobar.

De su libro: “El país de donde vengo”

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