La noche estaba inundada de ruidos en aquel cafetal, sonidos típicos de la campiña. La luna llena destilaba un azul triste y brillante en todo su esplendor. En la cercanía se escuchaba la corriente de un río, incesable e imponente, como un recordatorio de una corriente constante.
En tal abundancia de fauna y flora nocturna los humanos dormían al igual que el resto de la gran mayoría de mamíferos diurnos, alejados de la civilización urbana. Excepto algún coyote en aquella sierra tropical, el manto de estrellas arrullaba los amos de aquellas lejanías.
De repente, aquel bullicio fue cortado por el eco de un estruendo artificial. Aquel ruido de un balazo causo callar los demás sonidos, como si en ese instante la naturaleza esperara una respuesta o una explicación. A excepción de algún grillo rebelde, el resto guardaba silencio, y solo se escuchó el galopar de un caballo, reanudando el resto de la sinfonía natural.
A una distancia sin medida estaba una choza, típica del campo, una vivienda hecha de palos, con techo de paja. Adentro, a la luz de un candil, yacían dos cuerpos inertes, ambos desnudos en un catre. En el suelo se formaba lentamente un charquito de sangre. No existía señal de riña ni de lucha alguna. Una bala fue suficiente para atravesar aquella pareja, acabados con un solo disparo en la nuca.
El sereno había tomado ventaja de aquella humilde puertecita de palos dejada abierta sin intención. Una mezcla de aromas inundaba el ambiente, pólvora, sangre, kerosene y pasión. El misterio de la noche todavía reinaba en aquel lugar, y los únicos testigos de aquel delito, eran la luna y las estrellas.
Habían transcurrido veinte minutos en tiempo irreversible, aunque parecía toda una existencia, la noche había cambiado su transcurso. Todo había sido alterado por el brinco inoportuno de los sucesos.
La luna se escondió tras unas nubes, como si ocultara su vergüenza, o quizás su tristeza por haber presenciado aquella escena mortal.
Un caballo aprovechaba lamer el agua que nacía de un paredón, mientras su tripulante en desconcierto, sollozaba silenciosamente, amagando su pistola en forma indecisa, como queriendo soltar otro disparo.
Lloraba y reía sin atinar. Mató a dos, y en su triunfo, suponía que nadie lo podría alcanzar, pues llevaba la ventaja de tiempo y distancia. Era el crimen perfecto porque no existían testigos que hablaran de aquel delito. Nadie sabría de su paradero ni de su identidad.
El asesino juro jamás regresar ni mirar hacia atrás. Montó su caballo y siguió cabalgando a paso firme y apresurado por veredas y lugares extraños, que en su demencia temporal había perdido su dirección.
Machete en mano decidió seguir porque era menester avanzar antes del amanecer, torturando aquel caballo con las espuelas, y abriendo caminos por aquel bosque. Vestido de una mueca en forma de sonrisa, denotaba la victoria de aquel crimen por la espalda y a sangre fría.
Los amantes nunca supieron que pasó. Simplemente dejaron de existir. No habría nadie que los vengara, ni existiría policía alguna que ajusticiara o reclamara aquella injusticia.
Aquel criminal seguía en su galope, atravesando cerros, que en el sereno de aquella madrugada se habían convertido en tierras desconocidas, sin veredas, sin señales y sin marcas. Sin importarle la neblina, continuaba en su marcha desesperada.
De pronto, llegó a un sitio donde estaba atravesado un árbol caído, y sin titubear, aplico un espueleado. Y halando el estribo, indicando un mando de salto, obligó a aquel animal a saltar; y brincando, el caballo no logró aterrizar en tierra firme, porque, no había tierra firme.
Hombre y bestia entraron a un espacio vacío, sin mas explicación, y obligados por la gravedad, entraron en un canal natural, tierra abajo de la misma corriente de un río, cual incesable e imponente, como un recordatorio de una corriente constante, los esperaba pacientemente.
La sangre del caballo alcanzó el río. La del hombre, no fue digna de manchar aquel manantial.
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