Cuando decidió llamarle Carlos Satán al niño, su familia se alborotó. “Mirá, no le pongás así al cipotillo; eso de Satán es nombre de chucho”. Cuando esté grande, los otros bichos de la escuela lo van a amolar que se va a dar gusto”. “Te lo puede jugar Candangas”. Pero ni los ruegos de la mujer, ni de nadie, pudieron contra la decisión del empecinado: su hijo llevaría su nombre, seguido de uno de los apelativos del Diablo.
“¡Yo no sé que tienen contra el pobre Dianche…! Un señor de allá de la capi, como es acomodado, sí ha podido ponerle Lucifer a su hijo y nadie le ha dicho nada: Pero no vaya a ser uno de pueblo, y para más, acabado…porque se arma la gran chirinola…! ¡El cipote se va a llamar Carlos Satán, y punto!”
Con la intención de quemar los últimos cartuchos, la familia de don Carlos Mujica acudió a mi abuela, para que fuera a reconvenir al testarudo. Conmovida, más que convencida, la señora se fue una tarde a verlo.
“A mi no me gusta meterme en la vida de nadie, vos sabés como soy. Pero si en algo puede terciar lo que yo diga, en medio del desbarajuste que se ha armado, voy a desembuchar lo que pienso”. El hombre se acomodó en la banqueta. Mi abuela se relajó en la mecedora. Se aireó con el extremo de su tapado-“Chucha, que calorón más perro, vós!”-y se dispuso a exponerle su ideología.
“Yo creo que tenés todo el derecho de ponerle como se te antoje, porque el cipotillo es tuyo. Pero el futuro es de él, eso si ya no es de vos. Y es allí donde está el blen. Vos mejor que nadie sabés como es la gente: va a ser dándose cuenta que el niño se llama como querés que se llame, y se lo van a hartar vivo, de seis a seis (…) Ya se que cuando crezca se va a poder defender; pero qué necesidad hay de que vaya desde ya metido en una guerra que no ha buscado. ¿Ah (…)si eso también lo entiendo: que el Diablo es hijo de Dios, que vino al mundo antes que Jesús…Mirá, si algo tengo claro es que sin el Diablo el mundo estaría incompleto. A ver. ¿Qué gracia tendría que todo fuera blanco, y no hubiera nunca entre qué y qué decidir? No, si la gracia de vivir está en eso, en ir diciendo hoy hago esto, mañana hago esto otro, pasado esto más, porque es lo que mi conciencia me dice que debo elegir y hacer entre, pues sí…entre dos antojos, llamémosles así. Es algo así como usar sabiamente el poder que uno tiene! Y allí es donde entra el trabajo del Diablo: él pone la tentación desde afuera, y uno la decisión desde adentro. Y decime…¿qué sería la vida sin tentaciones? Nada, papá. Nada. La tentación es el juego de la vida, la salsa digamos: porque el que se resiste se hace santo, y el que cae, se divierte. ¿O me vas a decir que no? Y en eso está la gracia: en irse al cielo o al chimbolero; pero, pues sí…porque uno le atinó, o porque metió la pata…Aunque para serte franca, yo…; pero bueno, eso es otro cuento…Volviendo a lo del niño, yo ya te digo, es tu hijo, tu gusto, tu decisión; yo lo único que veo es la necesidad de ahorrarle lágrimas y mocos al cipote, y directas e indirectas a la gente. ¡La humanidad es malvada, papá. Vos. Como que no fueras viejo! Pero bueno, yo ya dije lo mío. Hoy, ¿qué decís vos?
No dijo nada. Absolutamente nada. Le ofreció café, quesadilla, y tras un “lo voy a pensar”, se adentraron en otros temas, entre humos de pocillos.
Dos semanas después, Don Carlos afirmó su decisión ante la esposa: “Se va a llamar Carlos Satán, ya te dije. Y no me estés neceando más, si no querés que te de tu ganchada”.
Como tíos y tías movieron teclas para que en el santuario el cura no bautizara al niño con aquel nombre, Don Carlos Mojica se las arregló para hacer la ceremonia en alguna iglesia de cantón. “Dicen que cuando el pobre padre se le quedó mirando, sin ganas de ponerle así al niño, Don Carlos se apretó la cacha del revolver, y el padre no tuvo más remedio que topar”. “¡Ingrato, ponerle así al cipotillo, Fuego le va a llover del cielo!”
Carlos Satán creció con su partida de nacimiento y su fe de bautismo satanizadas. Mientras estuvo pequeño y en casa, no hubo mayor problema. Habiéndose ido el padre a trabajar a Panamá, la madre se las había ido arreglando para tapar el asunto. Los problemas surgieron cuando ya tuvo edad de ir a la escuela, y los documentos de identidad revelaron sus secretos.
Informados, quien sabe por que infidencia, los niños empezaron a chancearse de todo modo y medida: Se ponían los dedos índices cerca de las orejas, cuando pasaban cerca del endiablado, y salían en carrera abierta, como bailando el “torito pinto”; le dibujaban demonios coludos entre las páginas del cuaderno; le elaboraban tridentes con palos de paletas, y se las ponían sobre la tapadera del pupitre; le… en fin le preparaban una sarta de cachondeces que Carlos Satán soportaba con estoicismo. Solo cuando el cerco era inaguantable-como cuando iba a recitar un poema el día del maestro, y le colgaron al descuido, en la presilla trasera del pantalón, una pita con una punta aflechada- el muchachito arremetía a mandobles contra la pacotilla de burlistos, y dejaba un par de narices sangrantes y otro de cachetes rosados o rayados. “Usted no vaya a andar fregando al pobre cipote, oyó. El no tiene la culpa que le hayan puesto así”.
Carlos Satán fue un amigo de la infancia. Lo conocí en la escuelita de la niña María Isabel, mi tía, donde aprendíamos a leer juntos. Me llevaba dos años de mayoría y, como en un momento pasado mi abuela había tratado de protegerlo de la injuria, se sentía cómodo en la casa y llegaba a jugar. La señora no permitía que habláramos de cachos cuando el muchachito estaba presente; mucho menos que hiciéramos abiertas o veladas alusiones al “enemigo”. (Una vez que aparecí con una gorra preparada por Picadillo, con abiertas insinuaciones diablescas, mi abuela me mandó a volar de un solo manotazo). . Así que Carlos Satán, entre nosotros, era Carlitos. Y así era feliz.
El tormento del encachecido terminó pocos años después. El padre, desde Panamá, empezó a enviar cartas y dólares, después solo dólares; luego, solo cartas; más tarde, ni cartas ni dólares; y con el tiempo, se fundió en el olvido. La niña refugio, su mujer, se refugió entonces en el cariño de otro hombre que la quiso mucho, con Satán y todo.
Cristianísimo y observante-“Por ese hombre baboso, el Diablo nos puede llevar de verdad”-le abrió un juicio de identidad al cipotillo que, de llamarse Carlos Satán, finalizó siendo Carlos Santiago.
Francisco Andrés Escobar.
De su libro: “El país de donde vengo”.
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