Suena como si alguien caminara sobre el jaraguá seco.
Es el verano, y el azúcar son las miles de lanzas de hoja blanca que se alzan en un ejército, se doblega golpe a golpe con el caer del machete. Así se va perdiendo esa tropa en verde,
pelotón por pelotón, compañía por compañía, hasta que tendidos sobre el mundo,
las manos de los vencedores los reclaman como el despojo del triunfador, y las
carretas de bueyes se los llevan hacia el trapiche, al otro lado del cerro.
Uno a uno, los cuerpos sangrantes de la caña entran en el verdugo, y su sangre la exprimen con la mano de metal que gira en su centro empujado por el andar cansado de los bueyes.
Poco a poco su sangre va asentándose en lo profundo de un caldero de piedra que hierve con el fuego ardiendo desde abajo.
La sangre hierve, salta a borbollones, se torna entonces miel, y el color de los ojos de alguien, el aroma se escapa como un grito mas del verde asesinado, y mientras en los borbollones se reza la muerte de la caña, lentamente se dispersa el aroma de los vencidos, dulce, triste, invita a congregarse, los cuerpos sin vida alimento ahora de chacal y buitre.
Por los cortes de los moldes corre un rio de ámbar hasta el interior de los féretros donde poco a poco se va enfriando y formando los cuerpos inertes de sueños de miel y dulce.
La noche se va llevando los ruidos, hasta que no queda nada, y la noche cede al día una vez más, y el trapiche duerme. Sobre los sarcófagos labrados en el vientre de un árbol, las manos de sus verdugos los recogen uno a uno, cubiertos en tuza y amarrados con pita.
Una a una los van alineando en las carretas, van hacia el pueblo a dejar lo que le arrancaron a un ejército de jade y espuma. Cerro abajo, va la carreta llorando, atrás deja los campos muertos, lo que queda de un ejército verde que dio su sangre al trapiche, tendido sobre el campo de tierra negra enseñándole el traje de luto al cielo, y el siguiente verano nuevamente la guerra.
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