domingo, 5 de abril de 2009
La matraca
La matraca era un objeto rudimentario construido de un pedazo de madera con argollas de hierro a ambos lados. En la parte superior tenia una abertura para tomarla con la mano derecha y con un movimiento circular de la muñeca se hacia sonar en días de Semana Santa.
Esa tradición religiosa parece que se perdió con el tiempo. Incluso los mismos grillos y chicharras (cigarras) cada vez se escuchan menos.
En los pueblos las costumbres son ley. En Semana Santa, por ejemplo, no se podía comer carne de cerdo ni de res el miércoles, jueves y viernes santo. El pescado, la torta y la sopa de esta misma especie marina o de río sustituían otros alimentos.
Los cipotes, jóvenes o adultos que hacían de apóstoles eran vestidos rigurosamente de morado. El cura párroco lavaba y besaba los pies de los “discípulos”de Jesús, como una muestra de humildad que el mayor de los revolucionarios del moralismo llegó a la humanidad.
La matraca, recorriendo con su eco las calles pueblerinas, los vía crucis, las misas, el tañir de las campanas, eran señal de recogimiento, de reflexión, sobre lo que siglos atrás ocurrió en el Cercano Oriente. A tantos años de esa festividad el corazón se oprime y los recuerdos van de personas a hechos, de la iglesia al calvario, de la soberbia a la humildad.
Y no es para menos; aquellos fueron tiempos pacíficos donde el llamado de atención de un padre era sinónimo de castigo. “…Jueves y Viernes santo no se corre, no se come carne, guarden la hondilla, cuidado con montar a caballo, no pronuncien malas palabras…”. Nadie osaba desobedecer.
El bañado de la cruz el viernes por la mañana previo al víacrucis revestía una gran solemnidad. Y que decir de la procesión del silencio los jueves por la noche donde participaban sólo mujeres. El ruido de las cadenas se confundía con el canto de las chicharras, mientras las señoras con mantos negros sobre la cabeza recorrían las calles empedradas.
Las casas que eran favorecidas con una estación del vía crucis se las ingeniaban arreglando preciosos altares con la infaltable rama de aceituno, así como hermosas alfombras de aserrín, usando varios colores. Años después, caminando por los Campos Elíseos, en París, producto de la nostalgia, recordaba las típicas alfombras al ver cómo millares de hojas amarillas, en la estación de otoño, cubrían esta amplia alameda de la capital francesa. Digo cuestión de nostalgia y de un apego irresistible a las tradiciones de las que se ha formado parte en los mejores años de la vida.
Los altares-donde se colocaba la imagen de Jesucristo cargando la cruz-eran adornados con palma, ramas con hojas de aceituno, papel celofán, alfombras y el cojín para que el sacerdote se hincara. Uno de ellos, el padre Carlos Guillén, quien pereció en un accidente aéreo, no lo ocupaba y sus rodillas hacían contacto directo con la dura piedra.
Los padres y los hijos, con la ayuda de vecinos-en un hermoso gesto cristiano de solidaridad y unidad- trabajaban varias horas preparando el altar. Los habían vistosos folclóricos y otros humildemente arreglados. Lo importante era que esos hogares quedaban bendecidos por mucho tiempo.
¿Qué recordaba la matraca? El silencio que rompía con ese ruido característico: trac trac trac; pero, al mismo tiempo, era el aviso previo al vía crucis y también del Santo Entierro. La matraca era más que un pedazo de madera con argollas, pues representaba un cierto misticismo, un acto de redención y un recogimiento espiritual.
Para los habitantes de los pueblos del norte de Morazán, la matraca era más que un instrumento rudimentario; el símbolo de la humildad y la fe. Así nos fue enseñado y pese a que la civilización ha introducido aparatos ultramodernos, nosotros nos resistimos a dejar morir esas tradiciones que nos llenaron de felicidad, amor filial y respeto hacia nuestros mayores.
Por lo demás ¡¡¡en cada adulto hay un corazón de niño!!!
San Salvador, martes 16 de septiembre de 1986. Enrique S. Castro
De su libro: Trapiche
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