miércoles, 2 de diciembre de 2009
El ciego.
El tren había corrido lento y perezoso durante más de seis horas para llegar a la ciudad, la nueva ciudad, donde proseguiría la búsqueda. Ayudado por su bastón de ciego y llevado de la mano por un transeúnte que lo amparó, se aproximó a la ventanilla de información para hacer la misma pregunta. Imaginaba el asombro de la empleada, quien, conturbada, le daba la dirección aproximada, puesto que ese tipo de pesquisa no era usual.
Comenzó a caminar para buscar la zona, lo cual era fácil, ya que la misma consulta tenía que repetirla, esperando que las gentes caritativas lo orientaran. Apenas llegado al lugar buscaba una banca donde descansar, alguna sombra frondosa, y se sentaba en la grama para comer algo tratando de vencer el cansancio del viaje. Después se acercaba a una de las habitaciones y hablaba con la mujer.
Por la noche, en la acera donde le tocaba dormir, o en el dormitorio público, volvía a rememorar lo miserable de su vida, su orfandad a los cinco años y recluido en un asilo de menores desde entonces, habiendo entregado su niñez y adolescencia a una organización religiosa, entre cuyos claustros reinaba una disciplina de hierro, cuartelaria, con monjas y sacerdotes de las casernas con bóvedas fortificadas. Allí germinó su tristeza y su desolación y en la soledad de su cama desvencijada, lloraba como perro hambriento lleno de sarna.
Unos meses después de su encierro, llegó la enfermedad que lo condujo a la ceguera total, la encefalitis intratable que lo sumió en la negrura de la noche eterna y le llenó los pocos huecos de esperanza con desmoralización e impotencia. Ahora era un niño huérfano, prisionero y ciego.
Doce años en el orfanato lúgubre en que le enseñaron el abecedario Braille y aprendió a enjuncar sillas y mecedoras como oficio para ganarse la vida. Después lo tiraron a la calle, ya era un hombre productivo y debía agenciárselas solo.
En esos años de encierro se propuso encontrarla, recorrería el mundo entero si fuera necesario. Contaba con un tesoro invaluable, su olor pegado en el hueco de la mano y prendido para siempre en sus fosas nasales. Olor perverso, nunca lo olvidaría.
Tenía apenas cuatro años y dormía con ella en la misma cama estropeada de aquella miserable habitación donde reinaba la desdicha y el infortunio, cuando despertó sobresaltado sin saber lo que estaba ocurriendo.
Su manita, guiada por una más experta, sobaba unos genitales húmedos y viscosos que hacían que ella se estremeciera y se agitara, sintiendo dolor en sus deditos después de tanto masajear aquello. Y luego el olor, indesprendible, arraigado para siempre en los poros de la piel y en las membranas olfatorias, hasta que se fue acostumbrando a llevarlo consigo como un recuerdo, como lo único que le había dejado de herencia y entonces volvió a sentir la necesidad de alguien familiar a su lado, sin importarle la emanación impregnada como costra maligna en sus dedos y en sus fosas nasales.
Poco tiempo después vino la muerte de su madre y la separación de su hermana, de quien no ha vuelto a saber desde entonces. Su hermana, lo supo después, rechazó la oferta de la casa de beneficencia y fue al encuentro de la vida. Contaba, para entonces, catorce años. Buscó la perdición, se tiró por la calle de inmediato, se volvió de ésas, las mujeres de las oscuranas y los callejones de mugre y por eso quería encontrarla, sacarla de esos sitios; había aprendido un oficio y esperaba ganarse el sustento con humildad pero con decencia.
Ahora lleva recorridas muchas ciudades, muchos pueblos, villas y caseríos, no se escapa localidad sin visitar; escudriña en todos los rincones, en los tugurios lóbregos, en los sitios de lujo.
En la habitación de la prostituta, al contar su historia, la hembra se conmovía y se dejaba tocar. Comparaba su olor con el viejo efluvio y entonces exclamaba. ¡Hermana!.
Y ella, llena de compasión contestaba: yo no soy tu hermana. Y el ciego, desilusionado, tenía que seguir buscando.
En algunas metrópolis se vuelve más fácil la faena ya que las tías están concentradas en un solo territorio, las conocidas zonas rojas, rodeadas de alambradas infranqueables, como en los campos de concentración, pero hasta ahora todo a sido en vano.
A veces, con algún lazarillo que le proporcionaban gentes generosas, ha entrado a esos lugares y el compañero se las describe sin perder detalle, aunque en verdad no recuerda su rostro. Hay de todo desde chiquillas adolescentes que comienzan a internarse en la selva de la desdicha, con su carita de afligimiento y mesticia, mostrando la congoja de su vida en unas teticas recién alborotadas, un cuerpo encanijado y raquítico y unas piernas de garza marina, hasta mujeres gordas entradas en lo recio de la vida, enseñando su tristeza en unos senos caídos como viejas lástimas. Las hay de todas las razas, los colores de la piel las distinguen y si bien es cierto que se compadecen de él y le regalan monedas, alguna que otra vez es tratado con desprecio, como la vez aquella en que una hembra maciza, rellena de carnes, y piel más negra que sus propias tinieblas, lo conminó a retirarse:
-Para miserias, las mías-dijo la negra-. Andá a traficar tu lástima a otra parte que nosotras tenemos suficiente. Esta es una zona para venir a coger, no para pedir limosna. Llamó al guardia de seguridad y le ordenó que lo sacara.
En esos recorridos por zonas de alcahuetería, se ha encontrado con un hombre de túnica blanca, generoso y sabio, consejero, que platica con ellas a través de las rejas donde se encuentran encerradas o en lo oscuro de sus habitaciones empuercadas.
Las prostitutas le cuentan de él, lo describen, le dicen que no es cura, no lleva sotana negra, ni tampoco carmelita como los franciscanos, no parece capellán del ejército, ya que su indumentaria no es verde oliva, el color de la guerra y de la muerte. Nadie conoce su nombre, no saben quién es, aunque sospechan que es el Redentor; algunos piensan que anda, como todos, en busca de placeres en la calle.
Le sugieren que lo aborde, que le pida consejos, que se cubra bajo el manto de su generosidad. Muchas, generosas, no le cobran por la tocada. Otras lloran con él, se acuestan con él y le dan dinero. Algunas, más dadivosas, conmovidas ante su tristeza, lo llaman, ven pobrecito ciego, entra, yo te haré cositas ricas para mitigar tu dolor.
Y se lo hacían. El ciego, complacido, agradecía lleno de ternura y con sus pasos lentos e inseguros, se marchaba para seguir buscando. Los olores eran todos iguales, se lo decían.
El huérfano continuaba su andar por aquella ruta desconocida e incierta. Ellas mismas, después de verlo recorrer los cuartuchos durante muchos días, le pedían que siguiera su camino, cuando todas habían pasado por sus dedos. El ciego, comprensivo, seguía su ruar.
En la soledad de sus tristezas, llevaba la mano misteriosa a las narices y comprobaba que ahí estaba el olor, ya no tan fuerte, es cierto, pero siempre presente. Le parecía único, que a pesar de los miles de olores extraños que llevaba encontrados en sus años de investigador.
Sus dedos, maravillosos, recogieron el misterio de aquella hembra en floración, perfume que se prendió para siempre. Olor a mar, a embarcadero, a pescadores de perlas. Inolvidable.
Cuando el hombre de la túnica blanca había pasado antes que él, se llenaba de confusión con cada una de aquellas hembras, quienes después del acto de la tocada, exclamaban: ¡Hermano! El hombre de la túnica blanca las había transformado y todos, para ellas se volvían hermanos. Falsa alegría.
Recogía sus pocos bártulos y continuaba la marcha solitaria esculcando tugurios, burdeles, mancebías, lupanares, serrallos, leoneras o cualquier sitio donde se cometen desórdenes obscenos.
En uno de tantos encuentros con el hombre de la sotana blanca, sintió que alguien puso las manos en su cabeza y pronunció unas frases en hebreo. Al siguiente día, había recuperado la visión, la luz de sus ojos era intensa, la imposición de manos lo había curado y la felicidad que inundó su alma fue inconmensurable.
Era un hombre normal, tenía los ojos llenos de luminosidad, volvió a su tierna infancia, reconoció las caras, los árboles, las flores, los volcanes inmensos, los lagos, miró a los colibríes, las abejas, los perros, pero le faltaba su hermana. Buscó al hombre sabio, el de la sotana blanca, para besar sus pies y pedir ayuda que lo condujera a ella, pero el hombre había desaparecido. Preguntó en las iglesias, en los templos, en casas de oración y no pudo encontrarlo. Meditó con la efigie del hombre de la sotana blanca y se sintió feliz, liberado.
Con sus ojos buenos y la vista hermosa, su primer impulso fue abandonar la rebusca y comenzar a ejercer su oficio de enjuncador. El hombre de la sotana blanca lo había curado restaurándole la belleza de la luz para que encontrara paz en su espíritu inquieto, para que no sufriera en su pesquisa ingrata, tratando de decirle que el trabajo redime y que encontrar a su hermana, entre tantos olores dispersos, era más que imposible.
Llevó su mano olisca a la nariz y al aspirar pudo más el olor a tiburón que los consejos divinos.
Continuó su cacheo, su persecución, su rastreo, ahora, haciéndose pasar por ciego.
Dr. Melitón Barba.
De su libro: “En un pequeño motel”.
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