domingo, 25 de enero de 2009

El trapiche: ritual de la molienda


La escuela ya había cerrado sus puertas; las vacaciones de fin de año llegaban con las últimas lluvias de invierno y los escolares guardábamos los cuadernos, uniformes y lápices para dedicar las energías a otras actividades.

En Jocoatique, un pueblo enclavado entre cerros al norte de Morazán, pese a los agoreros que sostienen que no hay nada que hacer sino acostarse temprano , ver a la novia de la esquina, ir a misa y contar quistes en el parque o en el atrio de la iglesia, si existían muchos atractivos para disfrutar las vacaciones.

Los paseos al Llano del Muerto y la portentosa catarata de agua helada rodeada de pinares, las excursiones al río Corola, el Araute o Las Piletas, los viajes a lomo de caballo a Cururo, La Joya, Perquín o Villa del Rosario.

Más que eso estaban las atoladas bajo la acogedora sombra de una casa de campo y con la alegría desbordante de los estudiantes que llegaban de San Salvador, San Miguel, Gotera o del mismo pueblo; una comunión de ideas surgidas del mutuo conocimiento y por el amor a lo vernáculo y folklórico. Pero además era tiempo de la zafra y la molienda, cuando el llamado del trapiche con su chirrido característico y el penetrante olor a la miel, era irresistible para todos los que crecimos en ese ambiente con “olor a monte”.

El trapiche de “los tiempos idos”, era de construcción rústica, de madera de copinol. El artífice de esa especie de altar romano era un viejo campesino llamado Natividad Nolasco “Barbón”:

El trapiche estaba formado por una masa central llamada “palote” y dos masas laterales conocidas como “hembritas”. La pieza que movía todo el engranaje era la Mijarra, que era un madero unido a la parte superior del Palote y el otro extremo amarrado al yugo de una yunta de bueyes.

La armazón del trapiche era sostenida por dos cadenas laterales y dos grandes pilares conocidos como Cureñas.

La caña de azúcar se introducía entre las hembritas y el Palote donde era triturada. El procedimiento se repetía hasta tres veces hasta que todo el jugo caía en un recipiente conocido como Botella. Luego se trasladaba a una pila. De aquí, utilizando un recipiente cóncavo de zinc, amarrado al extremo de una vara llamado Ramillón, el agua de caña se echaba en uno de los tres peroles colocado sobre un horno.

Al jugo de caña se le mezclaba una sustancia conocida como Mozote que servía tanto para limpiarla como para que surgiera la pusunga, tan apetecida por la gente, especialmente los niños.

Y para nosotros, cipotes al fin, la pusunga representaba un manjar especial; cortábamos un pedazo de caña y mordíamos un extremo hasta formar una especie de “brocha”, para luego introducirla en la orilla de los peroles, impregnarla de pusunga y llevarla a la boca; todo un ritual que cubrió una de las épocas más felices de nuestra juventud. El siguiente paso era la conversión de la pusunga en miel rala o de botella, para luego obtener miel espesa o de dedo, al poco daba punto para el batido que sirve para hacer ese dulce tan sabroso que venden en San Vicente; poco después daba la medida para hacer alfeñiques echando la miel en una penca de la mata del guineo, donde se deja enfriar y luego sobarla hasta que se hacía blanca.

El último paso era el punto para dulce de panela: se trasladaba la miel a un enorme perol de barro o zinc y aquí se movía fuertemente con una batea de madera. Posteriormente se echaba sobre un molde de madera con 50 agujeros o más que tienen la forma de conos cortados. Mientras dos personas regaban la miel, un tercero con una destreza del que conoce el oficio, con una paleta hecha de madera rellenaba los huecos y alisaba la miel.

Después de un tiempo prudencial y cuando el dulce estaba duro, se volteaba el molde y la panela se desprendía de cada hueco. Luego se unían en pares para formar el atado. Este se envolvía en tuza seca de mazorcas de maíz. Posteriormente se amarraba, cada atado, con el corazón de la planta del tule, que hacía las veces de pita o cordón de nylon. Lo que seguía era asunto comercial: los atados se arreglaban en matatas con hoja seca de huerta o del mismo bagazo de la caña y se colocaban en aparejos sobre mulas o bestia caballar.

De aquel ritual del trapiche y la molienda, de los cañales en flor (“Eran mares los cañales que yo contemplaba un día/ mi barca de fantasía bogaba por esos mares…”), para decirlo con los versos de Alfredo Espino, no olvido al viejo Arcadio Sorto, quien dos veces al año se encargaba de todo el proceso de la miel hasta convertirlo en el producto final. Este señor era conocido como “el punteador”. No olvido tampoco que esas noches de luna llena, con mis hermanos y amigos que nos acompañaban en la aventura, rodábamos en aquellos promontorios de bagazo de caña…gracias, entonces, a mi padre, por enseñarnos con la práctica el respeto a ese trabajo artesanal y, sobre todo, por ponernos en contacto con gente tan humilde y laboriosa que representa lo mejor de nuestra nacionalidad.

San Salvador, miércoles 20 de enero de 1988
Enrique S. Castro
De su libro. “Trapiche”.

1 comentario:

William Alexander López dijo...

Interesante artículo.
Gracias por utilizar mi fotografía !

Saludos
William López