Se dedicaba a tocar el órgano y el piano en las iglesias del centro de San Salvador en la primera mitad del siglo XX.
Sus estudios de solfeo y música los había hecho en el Colegio Divino Salvador y en Costa Rica financiados por el arzobispado de San Salvador, pues mi abuelo había quedado huérfano desde muy pequeño, y los curas se habían encargado de sus necesidades básicas y de su educación. Así que, la forma de recompensarlos por su manutención, era la de animar, con su arte musical, las misas y ritos religiosos.
Mi abuelo también era maestro de música y canto de varias escuelas públicas y privadas, y era compositor y arreglista de danza y música folklórica. Entre sus composiciones más conocidas se encuentran “La Suaca” y “Las indias comaleras”.
Mi abuelo murió en la pobreza y olvidado por las autoridades legislativas que nunca le otorgaron una pequeña pensión honorífica para que viviera decentemente los últimos años de su vida en recompensa del legado cultural musical y educativo que heredó a la nación.
Don Cándido- así le decía mi papá a mi abuelo- tuvo varios hijos. Al primer hijo varón que tuvo con mi abuela, Cristina Sevilla, le puso de nombre José Ernesto, quien sería mi padre.
Mi abuelo quería que mi papá aprendiera su oficio de músico, quizás para que siguiera su tradición. Así que lo inscribió desde pequeño en el Conservatorio Nacional de música.
Mi papá realizaba sus estudios musicales a la misma vez de los de contaduría pública.
Me contaba mi papá que el oficio de músico de mi abuelo no alcanzaba para cubrir los gastos familiares, pues, de la limosna que se recaudaba de la misa, a mi abuelo le tocaba el diez por ciento, el otro diez por ciento era para el sacristán y el resto para la iglesia.
Y en esos primeros años del siglo XX, apenas reunían un Colon en la misa del domingo.
Así que, mi abuelo le daba a mi abuelita Tina, la fabulosa y extraordinaria cantidad de diez centavos de Colón; y con ese dinero tenía que darle de comer los tres tiempos a sus ocho hijos y a ellos dos. Aparte de vestirlos, calzarlos y pagar la pieza del mesón donde vivían.
(Foto familiar de mi padre rodeado de cuatro de sus hermanos)
Me contaba también mi padre que el examen final de sus estudios musicales consistía en tocar el piano frente a sus maestros y público en general. Y para ello tenía que vestir de traje completo.
Mi abuelo era muy pobre y no podía comprarle un traje a mi papá solo para que diera el examen.
Así que, como pudo, pidió prestado saco, pantalón, camisa y corbata a algunos amigos; pero no consiguieron a nadie que les prestara un par de zapatos de la talla de mi papá que estuvieran presentables y en buen estado, pues mi papá no tenía zapatos buenos que ponerse.
Mi papá no quería ir así al examen, pues ya estaba un poco grandecito y le daba vergüenza que lo vieran de saco y descalzo. Pero mi abuelo era muy estricto y enérgico (cualidad que también heredó mi papá) y lo obligó a ir al examen.
Así que mi papá caminó, desde el mesón donde vivían, todo el centro de San Salvador hasta el Teatro Nacional, se sentó frente al piano y rindió su examen final ante maestros y público, vestido muy elegantemente con traje completo…”y chuña”.
Mi papá nunca le perdonó a mi abuelo ese detalle y jamás se dedicó a la música como mi abuelo le hubiera gustado porque mi papá decía que “de músico nunca hubiera salido de pobre”, y él juró salir de la pobreza, pues había vivido en carne propia las necesidades que padecían todos en su familia, pues lo que mi abuelo ganaba como músico no alcanzaba para alimentar diez bocas.
Así que mi papá desde muy joven, empezó a ver como ayudar con los gastos de la casa.
Apenas cumplidos los 19 años emigró a Panamá a trabajar en la Zona del Canal.
(El joven Ernesto Flamenco a los 22 años de edad. Foto tomada en mayo de 1944 en ciudad de Panamá)
Tiempo después regresó a nuestro país y se metió a la publicidad radial en la YSU y en la YSEB.
Fue miembro del equipo de transmisión deportiva para los VII juegos panamericanos en 1954 realizados en México, donde El Salvador ganó su primer campeonato Norceca de futbol, ganándole la final al anfitrión.
Pero mi papá siempre quiso tener su negocio propio. Así que dejó su empleo en la radio y puso una pequeña imprenta, la cual, poco a poco, fue creciendo hasta llegar a tener varios empleados. Aparte de sus negocios de tipografía e impresión también compraba pianos viejos en mal estado, y maquinaria de imprenta, los cuales reparaba y luego los vendía.
Y así, después de muchos años de arduo esfuerzo y trabajo honrado, mi papá logró salir de la pobreza en la que vivió su infancia y juventud.
Aunque mi papá no se dedicó a la música como medio de ganarse el sustento diario, nunca la abandonó. La tenía como pasatiempo. Era su “hobbie”, pues mi papá llevaba la música en la sangre. Herencia de mi abuelo.
Pero no le gustaba cualquier clase o estilo de música. ¡No señor!
El oído de mi papá no era para las cumbias, el merengue, el Rock and roll o las rancheras que dan cólera. ¡Dios guarde! Esa no era música para él.
-“Esa es música para pendejos”- decía mi papá.
Mi padre tenía el oído fino y sofisticado, y su predilección era escuchar las obras de los grandes maestros clásicos como Chopin, Beethoven, Grieg, Mozart, Tchaikovski, Debussy, Wagner, etc. Tenía toda una colección de discos LP de música clásica que ponía a todo volumen casi todos los días a la hora del almuerzo.
Además, en una esquina de la sala de la casa, había un piano que tocaba en contadas ocasiones.
Y aquí es realmente donde empieza la historia que les quería contar...
...Las imágenes que tengo en mi memoria de mi padre tocando el piano se remontan desde cuando yo tenía quizás unos seis años de edad.
Todos los días, a la hora del almuerzo, mi papá ponía a tocar en una vieja radiola Telefunken, uno de sus LP de música clásica. Después de comer tomaba una siesta de unos treinta minutos antes de empezar la faena de la tarde.
Cuando despertaba, y si se sentía de humor, se sentaba en el banquillo frente al piano de la sala, empezaba a agitar sus manos con un movimiento de arriba hacia abajo para estirar los tendones, y empezaba a brotar todo un torrente de melodías y música maravillosa que fluían de sus dedos prodigiosos y de su piano mágico.
La casa y el vecindario entero se inundaban que aquel diluvio de música exquisita, cristalina y fina. Tanto que, si por casualidad se escuchaba alguna radio alrededor, lo apagaban para escuchar mejor lo que mi papá estaba tocando.
Algunas veces mi papá me sentaba a la par suya en el banquillo frente al piano, y yo le veía sus manos que se movían, a mil millas por hora, de izquierda a derecha y viceversa, y escuchaba embelesado toda aquella música que parecía bajar del mismísimo cielo, y quedaba asombrado del talento tan grande y natural que tenía mi padre para tocar el piano.
Entre las muchísimas melodías que mi papá interpretaba recuerdo el concierto No. 1 de Tchaikovski, el “Ave María” de Schubert, el “Claro de luna” de Debussy, “Rapsodia en azul” de Gerhwin, los valses de Strauss, “La danza de las horas” de Ponchielli, y muchas otras.
Pero no solo tocaba música clásica, también tocaba alguna que otra música popular. Como el Tango “Celos”, el vals “Bajo el almendro” de Granadino y uno que otro swing de Glen Miller y Artie Shaw.
Su estilo interpretativo era muy parecido al de Liberace y al de Carmen Cavallaro, a quienes él admiraba mucho.
Tenía especial predilección por las obras del cubano Ernesto Lecuona. A nadie he escuchado interpretar de una mejor manera “La Malagueña” y “Serenata matutina” como a mi padre.
¡Realmente era un virtuoso del piano!.
Quizás algunas personas que lean esto dirán que exagero, pues estoy halagando a mi padre. Pero aquellos que lo conocieron, y los pocos que lo escucharon, darán fe que lo que digo es cierto.
Su único público fuimos solamente mi madre, mi hermano, nuestros vecinos, mis tíos y primos que llegaban de visita a almorzar a mi casa, amigos de la casa, y tal vez uno que otro transeúnte que caminaba enfrente de nuestra casa y que se detuvo por unos segundos para ver de donde salía tanta música; y Memo, su hijo,- quien escribe éstas líneas-, que tuvo la dicha de sentarse a la par suya y apreciar su arte musical y de haber recibido, como herencia ancestral, de abuelo a padre, y de padre a hijo, el gusto por la buena música.
Mi padre me animó a aprender música, y me compró un acordeón, y aprendí a tocar unas cuantas melodías que él me enseñó. Pero, por más empeño que le puse, y por más que quise, la lectura de la solfa nunca me entró en la cabeza pues se me hacía mas difícil que aprender a leer en chino.
Mi padre vivió los últimos años de su vida conmigo, en Los Ángeles, Ca. y pasamos muchas tardes y veladas juntos escuchando la música que a él tanto le gustaba.
Pero, para entonces ya no podía tocar el piano, porque el mal de Parkinson ya le había afectado su sistema motriz y nervioso, enfermedad que al final, lo venció.
(Mi padre, Don Neto, en mi casa de Los Ángeles, a mediados de los 90s, tocando un órgano electrónico)
Desde hace diez años, mi padre, Don Ernesto Sevilla Flamenco, duerme el sueño eterno junto a mi madre y hermano en Jardines del Recuerdo de San Salvador.
¡Ah, y gracias a su trabajo honrado de toda una vida, no murió pobre como mi abuelo!
¡Infinitas gracias padre mío por darme la vida, por todo tu cariño, amor, sabiduría y todos los consejos que me diste para que fuera una persona de buenos principios, honesta y trabajadora!
¡Tus palabras y enseñanzas no cayeron en saco roto!
¡Y muchas gracias por sentarme a tu lado en el banquillo frente al piano para que te escuchara y apreciara la belleza del arte de la música y hacer que me enamorara de ella!
¡Tu hijo, que te recuerda con muchísimo amor y gratitud!.
Memo.