Eran las cinco y media de la mañana en aquel viejo barrio, cuando mi madre me sacudió rigurosamente mientras dormía, diciéndome:-"despertá, que ya nos agarro la tarde, vos".
Con las puertas de par en par ví el cielo gris oscuro y alguno que otro tiente matutino anunciando el día.
En aquella casa de adobe, repellada al estilo colonial, la brisa entraba como jugueteando, haciendo de las suyas con la luz que emitía débilmente aquel foco singular en la pequeña recámara de dos camas.
Oía tráfico de familiares afuera en el corredor, gente diciendo “buenos días”, y ví a Capi, el perro de la casa, cual indeciso a quien seguir, con los ojos aun de recién despertar moviendo su cola.
Seguía aun sentado en la cama, como si a mis nueve años tuviera el derecho de decidir.
Dejaron de sonar las campanas, mas en la lejanía se escuchaba el cantar de un gallo, mientras el aroma a café invadía el corredor de aquel hogar.
Como hormigas alborotadas, todos en mi casa caminaban apresuradamente de un lado a otro. Yo, bostezando, seguía sin entender aquel "relajo" pues no era domingo, y aunque si sabia lo que significaba levantarse para ir a misa los domingos, no entendía por qué en día sábado y por qué tan temprano.
Mi padre paso silbando una melodía que solo él sabia en su mente, interrumpiéndola de vez en cuando para responder un "buenos días".
-"Buenos días papá" – le grite desde donde estaba-.
"Buenos días, hijoooo" – me contesto felizmente-.
Mi madre, ya lista con todo y mantilla en la cabeza, reingreso en aquel cuartito preguntando en tono de "mas te vale!"
-La palabra mágica "chilillo" me inyecto un toque eléctrico, haciéndome brincar de la cama, y como en cámara rápida buscar mis zapatos, ponerme el pantalón y la camisa al mismo tiempo.
-Ahí déjelo – intervino mi papa en tono comprensivo-.
¡No, que "aprienda"!- respondió mi madre firmemente-.
-Mi hermana mayor, quien se unió al circulo en esos instantes, me hacia "cejitas"en señal de muecas burlescas indicando que estaba disfrutando mi proximidad al bendito "chilillo".
Pero en menos de dos minutos ya tenia puesto todo. Eso si, los zapatos al revés y los botones del "suéter" un poco atravesados.
-"Y ponéte el gorro" – agrego mi mamá-.
-¡El gorro no por favor!, -le suplique-, ¡mejor la cachucha!…-
-¡Lo que seya, pero ya!. -Finalizo aquella mujer santa, tratando de contener su risa y verse “brava".
-Si quieren los llevo en el "yip", – ofreció mi papá.-
-¡No gracias, si solo son cuatro cuadras– le respondió mi mamá.
-Va pué – dijo mi papa, estirándose y bostezando…
La gata de la casa le paso sobando las piernas y mi padre en tono pícaro le dio su patadita...
Al salir al andén notaba que otras vecinas también salían con sus cabezas"enmantilladas" y sus hijos de temprana edad de la mano. La hija de niña Chon me hacia ojitos.
Quien sabría por qué, solo era sonrisas conmigo.
Aquella avenida que llevaba al cerro, se convertía en un pasaje directo a la brisa fresca del cielo. Dentro de los sonidos madrugadores se podían distinguir los ruidos que hacían las palomas, el ring-ring de la bicicleta del panadero, la voz peculiar del vendedor de diarios, centenares de "buenos días le de Dios", los chontes en su algarabía, y mas que algún chiflido de "que cuero" por algún panadero al ver pasar a las empleadas domesticas corriendo hacia la misa de seis.
Mi madre me llevaba a trote de soldado. Un paso de ella eran dos míos, por lo tanto, yo iba explorando el paisaje y ella firmemente me jalaba de la mano para mantener el paso.
Para colmo, en el campanear, el sacristán tenia instrucción de sonar tres veces la campana.
El primer anuncio a las cinco y media, después faltando quince, y por último, a las meras seis con par de sonidos solemnes indicando que la Misa se daba por iniciada.
A mi barrio le correspondía la iglesia "el Calvario", localizada estratégicamente en una loma.
Se veía desde muy lejos, y a medida que se aproximaba uno al llegar, se pasaba por el parque Menéndez donde habían vendedoras que vendían plátano frito, pastelitos, atol de shuco, o algún otro manjar que solo podíamos ver, porque íbamos "precisos" o sea de prisa.
Todos esos aromas, sonidos y vistas se borraban al entrar al templo en donde se oía el eco de los pasos de la gente, las oradoras murmurando el rosario al frente vestidas de negro con la mirada fija en el suelo. Se veían las veladoras, y la gente acomodándose en las bancas del templo, yo miraba las estatuas a lo largo de cada pared simbolizando el vía crucis, confundido del por qué olía tanto a incienso, y cual era el propósito de aquella experiencia religiosa.
La rutina era pararse, hincarse, sentarse, pararse de nuevo, volverse a sentar, darse golpes en el pecho, escuchar al Padre cantar si entenderle nada, similar a cuando me llevaban a ver las películas de Cantinflas que no entendía nada.
"Es justo y necesario", era mi parte predilecta.
Mi mamá esperaba que yo imitara todo lo que ella hacia como si fuera un espejo, y con un poco de impaciencia me jalaba de la oreja si me distraía viendo lo nuevo que todo aquello representaba para mi.
Quizás en día domingo no era igual y era menos estricto, pero en este caso ya estábamos en la "mentada" Cuaresma.
¡Cosas de grandes!, pensaba yo.
Como todo un campeón, volvía a casa, orgulloso de haber sobrevivido aquel gran evento, y hasta el Padre "Chicho" me saludo y me toco la frente y le dijo a mi mamá algo de primera comunión o algo por el estilo. ¡Caracoles!
!Ah, y no me dormí!.
Por algún motivo regrese lleno de energía, y con hambre de la misa aunque solo haya durado una hora, y lo mejor de todo, es que mi mamá me dijo que eso iba a durar toda la semana.
Ya de vuelta en casa las camas estaban arregladas, se servia el desayuno y cambiaba todo el ambiente… ¡Qué galán! .
Fotos cortesía de Rigo Guzmán.