“Hay que ir a encargar las coronas donde las Reyes. Una de rosas blancas, para la Chela; otra morada, para la Mercedes; y otra de varios colores para Eduardo”.
Y cuando el primero de noviembre llegó y las coronas de papel estuvieron listas, Picadillo fue a recogerlas, mientras la nacha se iba a comprar las naturales. “No vayás a dejar que te metan ciprés viejo, Nacha. Mirá que esté fresquito…Y vos, Picadillo, apurate. Hay que ir a desyerbar las tumbas. Así están limpias mañana".
Asperjadas con agua, las coronas de ciprés pasaron la noche sobre el cerco del limonero; las flores artificiales, colgadas de unos clavos, sobre las paredes del corredor. Cuando amaneció, toda la casa empezó a alistarse, para los ritos. “Apúrese que vamos a ir a misa de siete, muchachito: a rezar por su mamá…Picadillo, andate a pintar de dorado las letras de las lápidas. Conseguite algún cipote que te ayude”.
La misa estuvo repleta, y mi abuela le pidió a su Dios por la hija, por la hermana, y por su compañero de amor, ya fallecidos. “¡Estese quieto, Se va enchucar todo! ¿No ve que con esos mismos trapos va a ir al panteón en la tarde?”.
Se iba al cementerio todo el día; pero era después del almuerzo cuando la gente se desrracimaba calle abajo. En la mañana, iban los vecinos del centro, los que llegaban de la capital, y los que deseaban evitar encuentros temerarios. “Allá viene el alcalde con la mujer y las dos hijas, para no toparse en la tarde con la Amanda”. “la Emérita coronó y no coronó, y se las campaneó ligerito para la capi, mamita”. En la mañana, iba también la niña Chela Rodríguez, cuya salida despertaba curiosidades y pullas. Y es que la matrona, una vez muertos el marido y los hijos en una oscura reyerta pueblerina, se había encerrado dentro de una casa enorme y solariega. Sólo salía en día de finados y en año nuevo, cuando, cerúlea, se asomaba a medio abrazar a los vecinos. “A esa, marido le hace falta, para que agarre color”.
Cuando bajo el sol de la dos de la tarde enrumbamos hacia el camposanto, las filas iban hacia allá. Con ramos y coronas, y con vestidos de duelo o de domingo, el gentío hormigueaba.
“¿Ya de te pasó la goma, vos?” Y es que, como había feria local, mucha gente estaba desvelada por el baile de la noche anterior. “¿Viste a las Reyes? Parecían urracas, con todas las babosadas que se habían puesto”. “pero son arrechas, niña; porque han hecho una tracalada de coronas y flores para medio mundo, y todavía tuvieron tiempo de ir a bailar”.
Cuando desembocamos en la calle inmediata y en la explanada del panteón, el espectáculo era alucinante: el olor a ciprés revoloteaba intenso sobre la multitud que se movía entre decenas de ventas. Flores, pupusas, coronas, pasteles, juguetes, yuca frita, yuca sancochada, panes con gallina, fresco de ensalada, horchata, cebada, chan, chilate con nuégados, tortas de camote, atoles y otras tentaciones saladas y dulces retaban bolsillos y cachetes. “Cuando salgamos de coronar, come lo que quiera, muchachito. Hoy no(…)¡Que todavía no, le digo!”
El interior del cementerio era otro hervidero humano. “¿Qué tal, niña Chon?”. “Por aquí, mire…enflorando a mi hermana”. Mausoleos hermosos, ángeles de mármol, nichos modestos, túmulos casi anónimos, y un crucerío interminable, recibían las galas de los visitantes.
“Mirá, esta coronita la traje para tu mamá”. Y Cuchumbo puso, sobre la tumba de mi madre, un círculo de ciprés con cinco rosas rojas, de papel. Mi abuela lo miró con una ternura inabarcable, y le sobó el pelo, cortado al “pato bravo”. “Ya ve que éste niño es como su hermano, muchachito’”. Tomados de entre hombros, nos fuimos con el niño a mirar y a oír a desconocidos que, distantes a veces en el gozo de los días, en esa tarde especial se congregaban bajo el recuerdo de sus difuntos.
Maclovio no había dejado de hacer sorbete, y en una carrerita-“Vigiame el carretón, vos.-había ido a enflorar a sus padres. La Tanchito, silenciosa como siempre, había ido, con mi abuela, mi nana y la María, a hacer el recorrido de sus muertos. “¡Ijj, allá vienen las Reyes! ¡Ay no. Mirá la Troncha el vestido que trae!” La niña Chole no había “tortiado” esa tarde, y hacía esfuerzos para no soltar leperadas. “Mirá la Chila, vos: enfloró rápido, y se puso a vender chuco”. El papá de la Pedrina había llevado azucenas al descanso de la travestida, y un ramo de rosas, envuelto en celofán, para la que fue su primera mujer. “Alejandro el cuilio y la Micoleona, como no son de aquí, se van a saber para adonde, y a hacer a saber qué”. El “maistro Oliva” pasó con dos coronas de ciprés enormes, seguido de su familia. Quevedo, bolísimo, se bamboleaba en las cercanías de una ceiba centenaria. Simplicio, que lo conocía harto, se había ido a echar a su vera, en espera de que pasáramos de vuelta. “Allá viene la niña Isabelita, mirá; la de la escuela privada”. La niña Mema Fuentes andaba cantando alabados en algunos sepulcros, y los cipotes nos partíamos de risa. El padre Cruz y otros curas del lugar no daban abasto para tanto responso. Don Cifuentes, como no tenía difuntos allí, se había acomodado bajo una umbría, a leer sus infaltables libros. “Saludá a la gente, Mincho; no seas tan de al tiro”. Y la mujer lo perturbaba, sin tregua. Don Balta, el lince del montepío, se paseaba entre pasillos y tumbas, halconeando muchachas seducibles. Carlos Pico observaba el barullo, con ojos enloquecidos. Don Daniel y Carlos Cobra, tras enflorar, se habían puesto a hacer viajes repletos, entre el cementerio y la estación. La María Lioncia llegó con dos ramos de gladiolas para las tumbas de la hija y de la hermana de mi abuela. La loca Rafaela estaba haciendo su agosto, allá tras unos matochos. “¿Querés ver una película, papaíto?” Y cuando le daban la peseta, se subía la falda y dejaba ver todísimo. Carlos Satán andaba con la niña Refugio. “¡Cuidadito como le hacen cachos, muchachito, que le zampo!” Las Fuentes habían cerrado por una tarde la pensión, y se habían ido a ver a sus deudos…
Cuando el sol se fue yendo, la gente empezó a rumbear, lenta hacia arriba. “¡Cómase esa enchilada, que para algo la compró!” Atrás quedaba el florerío en las tumbas. Adelante, las primeras luces del alumbrado eléctrico y el zangoloteo de las ruedas de la feria rubricaban con júbilo aquel día de duelo.
Francisco Andrés Escobar
De su libro: “El país de donde vengo”.