Por Marvin Galeas.
Era un sábado de mediados de 1985. Había llovido toda la noche, el cielo había amanecido completamente limpio de nubes. El verde del monte, cielo abajo, recién lavado como estaba, aparecía más intenso que de costumbre. Olía a tierra mojada, a zacate y a recuerdos. Era un día radiante.
El ejército tenía varias semanas sin operar en el norte del río Torola y nada indicaba que lo haría en los días siguientes. Estábamos acampando en La Poyeta, un sitio ubicado entre La Guacamaya y el Mozote. Ismael, el jefe de la seguridad, nos había levantado, como de costumbre, muy temprano para trotar por lo menos una hora. Nos bañamos, después, en el pozo cerca de la improvisada cocina guerrillera. Desayunamos frijoles enteros, arroz, un trocito de queso, dos tortillas inmensas y café endulzado con panela.
Después de desayunar fui donde Ismael, responsable de la seguridad de Radio Venceremos, para pedirle permiso de ir a Perquín. Me dijo que como el enemigo estaba concentrado en intensos operativos en Guazapa y Chalatenango no había problema, pero que volviera al campamento antes del anochecer. Eran cerca de las ocho de la mañana cuando salí. Santiago y Maravilla me pidieron que les comprara cigarros.
Después de tanto tiempo la mochila verde olivo, el cinturón del que colgaban dos cacerinas con sus respectivos cargadores de 30 cartuchos, una caramañola con su taza y cuchara, un filoso puñal de unas nueve pulgadas, que sólo me servía para pelar las frutas que encontraba y el fusil M-16, eran ya como parte de mi cuerpo. Aquellos días sin guerra, en medio de la guerra, me producían una sensación de inmensa paz y a la vez me llenaban el alma de nostalgias.
Mi compañera en aquella caminata solitaria por las montañas de Morazán, era una pequeña radio digital. Ese aparatito, del tamaño de un libro, me conectaba con el mundo, con San Salvador, las noticias, las peroratas interminables de los locutores antes de cada canción, los partidos de fútbol, con las calles, cafés, oficinas y almacenes. Todo aquello que había dejado atrás para meterme en la más loca y peligrosa aventura de mi vida: la guerra.
La voz alegre y despreocupada de una chica que dijo llamar desde la colonia Miramonte y que pedía "Making Love Out Of Nothing At All", la canción de Air Supply, me hizo pensar que aquella guerra en la que según nosotros estaba involucrada toda la gente, en verdad tenía sin cuidado a muchos que seguían viviendo una vida relativamente normal y hasta feliz. "Dónde estudiás", le preguntó el locutor a la chica y ella respondió que estudiaba arquitectura en no sé qué universidad y siguió hablando de los cheros y los profesores y las fotocopias y los parciales.
Mientras caminaba por la carretera de tierra acercándome al abandonado pueblo de Arambala, bajo el fuerte sol de la mañana y el penetrante olor del monte, imaginaba a aquella chica de la colonia Miramonte, sentada en el sofá de su casa de clase media, vestida con jeans, sandalias, una blusa azul de tirantitos, cabello largo y castaño, ojos negros de mirada coqueta, sonrisa de dientes bonitos y moviendo con alboroto las manos mientras hablaba por teléfono con el locutor.
Y yo que tenía un buen rato de no tener novia, quise estar de pronto en aquella casa de la Miramonte y platicar de cualquier cosa con aquella entrañable chica a la que no conocía y que me estaba haciendo linda aquella radiante mañana de paz en la guerra. De pronto las voces de Air Supply: "I know just how to whisper, and I know just how to cry...", me sorprendieron entrando al abandonado y semidestruido pueblo de Arambala.
Por curiosidad entré a una casa, vacía de gente, cerca de la plaza. Entre los papeles tirados en el piso, había un ajado título de bachiller de una muchacha, las fotos rotas de una familia que sonreía a la cámara. Pensé entonces en la chica de la Miramonte y en los contrastes de un país en guerra, una guerra que no debe volver a ocurrir.
Columnista de El Diario de Hoy.