sábado, 19 de enero de 2013

El tocadiscos de mi abuelo

POR MARVIN GALEAS * Miércoles, 12 de Diciembre de 2012

A doña Tintina Mata, in memoriam.

 La de mis abuelos, en Jocoro, era la única casa particular en medio de una manzana de edificaciones públicas. Estaba situada frente al parque al final de la calle principal.

 Como casi todas las casas frente al parque de todos los pueblos y ciudades del país era a la vez negocio y residencia. "La Central" era el nombre de la tienda donde se vendía de todo: linos, dacrones, popelines y boneles; granos básicos libreados o al por mayor, sal y cal; forrajes para ganado, zapatos y perfumería para damas y caballeros, abarrotes, sombreros de palma, listones, hilos, botones y agujas; azúcar blanca, morena y de pilón; dulce de atado y aceite vegetal. En fin.

 Los domingos por la mañana, el bisabuelo, don Leopoldo Perla, alto, delgado y ojos azules, vendía además piedras de afilar, navajas de afeitar, anillos para mangos de cumas y machetes y correas para caites que colocaba sobre un inmenso tapete en el piso del portal de la casona.

 A la derecha, al lado, había una casa comunal, en donde de tanto en tanto se exhibían películas de Cantinflas y Pedro Infante. Doblando estaba el Mercado Municipal, que colindaba con la clínica de salud por la parte posterior, luego, dando la vuelta venía el telégrafo, y otra vez sobre la calle principal el cuartelito de la benemérita Guardia Nacional, la Alcaldía Municipal y una oficinita del Ministerio de Agricultura y Ganadería, pared de por medio, por el lado izquierdo con la casa de los abuelos.

Detrás de la tienda, la bodega de granos básicos y la pieza asignada al motorista, tras el largo corredor frontal, estaban la sala de estar, los dormitorios, el comedor, la cocina, el jardín, oloroso a mirra y granadillas, y otras estancias de usos varios.

La casa estaba construida de tal modo que por fuera parecía de una sola planta, pero en su interior tenía varios niveles; todo conectado por gradas y pasadizos. De niño tuve miedo más de alguna vez de perderme para siempre en aquellos recovecos.

Me encantaba la sala: muebles sobrios de madera oscura y cuero color café. Sobre la mesita de centro había siempre reposando un león de porcelana y una cajita de maderas finas. En las paredes colgaba el cuadro de una niñita desnuda, sacándose una espina del pie, otro en el que había un edénico paisaje otoñal y una fotografía de mis tías: Eva, Minita y Romilia.

 En una esquina al lado de la radio de cuerda y grandes teclas amarillo dientes, estaba el tocadiscos de mesa. Reproducía en sonido estéreo discos de vinil tocados por una aguja empotrada en un mango que se movía de manera automática. Toda una maravilla de ese tiempo. En el mueblecito de al lado estaba la colección de discos del abuelo, un músico consagrado. Tocaba piano, guitarra y violín. Dirigía además el coro de la iglesia.

Parte de mi infancia la pasé en aquella sala leyendo relatos de la mitología griega en la colección "El Libro de Nuestros Hijos" y escuchando los viejos elepés que venían en estuches de cartón con magníficas portadas. Estaban Las orquestas de Glen Miller y Billy Vaughn, las clásicas de Agustín Lara, lo mejor de los valses peruanos, una colección de marchas militares, el cuarteto de música religiosa Los Heraldo del Rey, Algo de Nat King Cole y el Órgano Melódico de Juan Torres y colado entre éstos los discos de mis tíos: Abbey Road de The Beatles, lo mejor.

Tenía algo de mágico el tocadiscos. Uno se quedaba como hipnotizado viendo girar en el colorido centro del vinilo al orejón perrito de la RCA Victor o la figurilla del director de orquesta de la Peerless, mientras sonaba Glenn Miller.

Hace unos años quise regresar a la casona. Pero ya no está. Fue vendida tras la muerte de mi abuela. En su lugar fue construido un pequeño centro comercial. Entré a una sorbetería ubicada donde estaba la sala familiar. Extrañamente, alguien hizo sonar In the Mood y toda la nostalgia se me empozó en la garganta.

*Columnista de El Diario de Hoy.

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