sábado, 29 de octubre de 2011

Morrison, el maldito


El cementerio de Pere Lachaise es para los muertos lo que París para los vivos. La sombra de frondosos y centenarios árboles se proyecta suave y tranquila sobre preciosas esculturas en mármol, callejuelas de piedra labrada, preciosos jardines y tumbas que parecen palacios. Es la casa postrera de Oscar Wilde, Balzac, Chopin, Edith Piaf, Asturias y otros que de vivos fueron grandes y de muertos, gigantes.

Aquel día de 1998, había sol. Mucho sol. La lluvia fina y pertinaz que había puesto a París gris y húmeda, había cesado repentinamente la noche anterior. Mientras recorría las callejuelas del cementerio más elegante del mundo (extraño adjetivo para un cementerio), se me vinieron, sin yo convocarlos, algunos versos de “Temporada en el infierno”, de Rimbaud. El escalofrío, como todo escalofrío, fue involuntario.

Pensé que en la tumba de Balzac no yacía su cuerpo, sino el de Rafael de Valentín, para mí uno de sus más entrañables personajes. Unos metros más adelante estaba Chopin, el de los dedos huesudos y la mirada eternamente triste. Quizá no era Asturias el propietario de los huesos que estaban bajo esa otra tumba. A lo mejor era Cara de Ángel, bello y malo como Satanás. Pero todas esas tumbas estaban solitarias. Con olor a rosas negras y a quietud.

“Dios mío, qué solos se quedan los muertos”, decía Becquer. Y yo, como Manuel José Arce y Valladares, pensaba aquella mañana en un cementerio de París, que más solos nos quedamos los vivos cuando se nos van esos muertos. Inevitablemente, pensé en Raquel, la de los ojos color miel, y una dulce melancolía me invadió el corazón. Entonces vi el grafitti que decía en inglés “The king of acid rock, this way”. Caminé hacia la tumba de Jim Morrison. No había posibilidad de perderse. Una larga columna de jóvenes y de los que se quedaron para siempre jóvenes caminaban hacia allí.

Venían de todos los países a rendirle tributo al gran Chamín. Venían con sus pieles blancas llenas de tatuajes y sus melenas largas y rubias a dejarle sus ofrendas. No eran precisamente coronas mortuorias. Sobre la tumba de Jim Morrison, había vasos con whisky, paquetes de cigarros, “puchos” de marihuana y hasta condones por si hacía el amor en los infiernos. Aquella era la tumba más simple. No tenía mausoleos, ni angelitos mirando al cielo, ni piadosas vírgenes mirando a la tierra. Pero era la más visitada de las tumbas. Y aquel que yacía allí era el más ruidoso de todos los muertos y el más muerto de todos los ruidosos.

Jim Morrison fue icono del rock de los sesenta, pero nunca fue un “flowers power”. Su aspecto no era el del sonriente y reluciente Paul McCartney. Era más bien oscuro, corrosivo y amargo. Si alguien hizo del famoso lema sesentero “sexo, drogas y rock & roll”, una filosofía viviente fue él. Sus influencias no fueron Allan Gimsberg o Gregory Corso, como en el caso de Bob Dylan. Lo fueron Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire y Antonin Artaud, los malditos franceses. Y como ellos, Morrison fue un maldito. Un genio autodestructivo, que se mataba en cada trago, cada pase de drogas y hasta en cada canción. En Morrison hasta el amor olía a chamusquina “And our love become a funeral pyre...”.

Pero yo no estaba allí para juzgarlo. Ese trabajo se lo dejo a Dios y a los que a cada momento juegan a serlo. Sólo quería ver la tumba de un genio, maldito, pero un genio. No era precisamente la clase de sujetos con los que quisiera que mis hijas se fueran a pasear. Como tampoco me gustaría que salieran con Verlaine y Rimbaud. Pero ¿a quién le importa sus torceduras a la hora de leer Temporada en el Infierno o la Obra de Verlaine? No hay genio sin botella, definitivamente.

Mientras cavilaba estas cosas frente a la tumba de Morrison, comencé a oír un rumor que se hacía cada vez más perceptible. Aquellos fanáticos del líder de los Doors, en un ritual que se repite constantemente en el Pere Lachaise de manera cotidiana estaban cantando “... The time to hesitate is through, No time to wallow in the mire, Come on baby light my fire”.

Por Marvin Galéas.

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