Cuando tenía unos seis años, una prima casadera andaba en amores con un su pretendiente. Buena parte de la familia no lo quería: “Yo no sé qué le habrá visto esta a semejante vago. ¡Feyo, bolo y acabado…bonita vida la que le va a dar! Pero ella no se amilanaba. Descendiente de una colección de abuelas, madres, tías, matronas acostumbradas a hacer lo que su real gana les pidiera, había decidido noviar con el rechazado, a pesar de los torrentes de amenazas y críticas que se le desplomaran.
Si había una fiesta, la prima se las arreglaba para que unas compañeras del colegio la fueran a buscar a la casa y, ante el compromiso del tumulto, nadie pudiera objetar la salida. Si había algún “turno”, la prima ofrecía cooperación para que los organizadores le encomendaran las actividades más variadas. Si había algún velorio, la prima se ofrecía como primera rezadora o cantadora, y nadie era capaz de objetar el piadoso oficio. Si había alguna procesión de la Virgen, la prima se agenciaba uno de los mejores lugares de la andadilla para cargar la imagen. Si había…En fin, si había lo que hubiere, la prima siempre encontraba ocasión para enrolarse en el asunto y, entre vueltas y revueltas, verse y darse sus roces con el galán.
La madre ardía en vituperios y admoniciones, porque siempre había algún o alguna lenguaraz que corría a la casa con detalles espeluznantes: “Allá iba ese hombre con la muchacha. A saber con qué intenciones anda, porque iban como quién va para la estación”. “Allá está su muchachita, señora. Después no diga que no le vine a avisar. El baboso le aventó una pedrada al foco de la esquina, y allá la tiene bien apercollada contra la pared”. “Allá va…”. “A la mierda con que vaya a donde vaya-explotaba calentada la señora-. El problema es de ella, no de ustedes.¡metidos. En todo están, menos en misa!” Entonces, si mi abuela estaba presente, terciaba conciliadora: “Mejor dele permiso a ese hombre de que llegue a la casa, si no, la gente se va a seguir comiendo viva a la Noemí”.”¡Antes, muerta! Para que ese hijueputa entre en mi casa, tiene que volver el diluvio universal”. “Entonces, atenete a las consecuencias”.”¡Que se atenga ella, porque hoy la malmato!”.
Malmatadas iban y venían. Las encerronas se sucedían una tras otra: “Hoy no me vas al cine, aunque llorés sangre”. Los impedimentos variaban en ingenio: “Mañana domingo, no me le dejen ropa que pueda ponerse. Que salga en pelota, si tanto es la chirria de ver a ese infeliz”. Pero todas las argucias y cercos de la madre nada podían contra el amor de aquella prima por su escuálido caballero, por quien habría sido capaz de lanzarse sobre cercos y tejados para tener con él un momento de gusto.
No pasaban a mayores cosas, no. En eso era medida e inteligente. En una ocasión en que el caballero barajustó en ardores y decidió irse de manos libres rodillas adentro, la prima le tronó un reverendo tortazo entre nariz y cachetes, al tiempo que le decía: “¡Allí no, animal!” Pero por nada de este mundo hubiera estado dispuesta a dejar de quererlo, y menos a privarse de los vapores y calores que provee un buen zamaqueón de besos y abrazos gozados a hurtadillas. “Mirá, Cristina-trataba de abonar mi abuela-, si eso que se den sus socones no tiene nada de malo. Vos y yo hemos pasado por lo mismo”. “Por eso mirá como estamos…!Y mejor callate, que si esta bruta te oye, es capaz que se ancha, y entonces quien la detiene”. Campante y rasante, a la prima no la detenía nadie.
Una tarde, mientras la feria del lugar se desenvolvía con sus ruidos y colores, mi prima llegó donde mi abuela: “Mamaíta Tulita…¿me presta al niño?...Es que quiero llevarlo a las ruedas…hasta hoy sólo de los caballos sabe, y quiero que se suba a las otras”. Mi abuela supuso todo lo que había detrás, pero como no era muy amiga de echarle a perder el gusto a nadie, y no tenía nada especial contra el caballero en mientes, con simpleza contestó: “Pero en la chicago no me lo vayan a encaramar, porque de allí se desbarranca”.
Tres esquinas más adelante, estaba el enamorado de la Noemí, en espera acezante. Yo, intuyendo lo que uno suele atisbar en esas ocasiones, me adelanté unos pasos, mientras ellos caminaban abrazados, atrás.
La feria era una maravilla. En las dos o tres cuadras que precedían al parque, un túnel de velachos y mantas se extendía entre acera y acera. Allí había de todo: populares juguetes de madera, dulces de colación, dulces acitronados y otras ambrosías, machetes, piedras de moler, sábanas, herrajes y chumpas, jarcia, monturas, juguetes de barro,…Más adelante se expandían las comidas nacionales: pupusas, pasteles, atoles, yuca sancochada, yuca frita, ponche…Y luego, en el contorno cuadrado del parque, los caballitos, las voladoras, la chicago, el gusano, los carros locos, y la ola giratoria hacían reverberar el aire con sus velocidades, mientras la mujer sin cabeza, la peluda, los títeres, las loterías, los chingolingos, las refresquerías y otras tantas alucinaciones hacían de aquel lugar un pequeño país de mentira.
Comimos chucherías, bebimos frescos, nos subimos a la ola giratoria que emitía un traque traque, mientras la gran rueda, guarnecida por una especie de larga persiana, daba lentas y oscilantes vueltas en serena posición horizontal. Después abordamos la chicago. Allí fue el drama.
Mi prima y su amado se socaron el uno contra la otra, y a mi me pusieron en el extremo del reducido asiento, sin más apoyo y socorro que el pequeño barrote de madera que servía de seguridad y sostén.
Al principio todo iba en calma. Los asientos subían y bajaban, y uno podía ver el panorama que crecía ampliamente en la ascensión y luego se iba reduciendo en el descenso. De pronto, la velocidad del aparato creció, y lo que en un principio para mí fue gusto se convirtió luego en un horror inmanejable. Las vueltas se sucedían una tras otra con vértigo, los asientos se bamboleaban, y la gente, entusiasmada o aterrorizada, daba alaridos. Abajo, un enorme gentillal hacía cola para la vuelta siguiente. Yo no paraba de gritar a galillo abierto: ¡Paren, señores, pareeenn!! Y trataba de aferrarme a la prima y a su caballero; pero ellos, indiferentes a la velocidad y a mi horror, permanecían atrapados en un prolongadísimo beso que solo solían interrumpir para tomar aliento.
Al final del martirio, me bajé pálido, sudoroso, mareado, con fiebre. Cuando salimos a un espacio aireado del parque y la Noemí vio mi lamentable condición, se afligió. “No le vayas a decir a tu mamaíta Tulita que te subimos a la chicago, oís…Te vamos a dar peseta…Yo le voy a decir que fue un fresco de ensalada el que se te cayó en la ropa”. Los miré con malevolencia. ¡“Un colón…”! exigí. Mi prima se le quedó viendo al amado; y el escuálido caballero no tuvo más remedio que sacar un billete de a uno que, para arreciar mi desquite, exigí que fuera de los nuevecitos.
Francisco Andrés Escobar
De su libro “El país de donde vengo”
No hay comentarios:
Publicar un comentario