sábado, 21 de agosto de 2010

MEMOrias de la Laguna de Apastepeque.



Uno de mis paseos preferidos cuando vivía en El Salvador era la laguna de Apastepeque en el departamento de San Vicente.
Era un lugar muy agradable para el visitante pues era un balneario muy bonito y acogedor pues llegaba poca gente, sus aguas eran muy tranquilas y refrescantes, y estaba rodeado de toda clase de árboles frondosos que le daban a la laguna una grata frescura y que proveían de buena sombra al visitante.

Recuerdo que contaba con un Turicentro en donde se podía rentar una pequeña cabaña para desvestirse y guardar la ropa, una mesita y dos bancas y un par de hamacas para el descanso. También habían varios merenderos donde vendían almuerzos y bebidas a los visitantes.

A toda mi familia le gustaba frecuentar la laguna pues era un lugar apacible, muy poco visitado y porque a mi papá y a mi hermano les gustaba pescar, y en la laguna de Apastepeque abundaba el bagre y la mojarra.

Voy a narrarles una pequeña anécdota un poco divertida que nos pasó a mi hermano y a mí la primera vez que visitamos la laguna de Apastepeque, pues quedó grabada en mi memoria de infante.

Estábamos pescando (o mejor dicho queriendo pescar algo) en el muelle del Turicentro de la laguna, y ya llevábamos más de una hora tirando los anzuelos y no agarrábamos nada.

Andábamos estrenando una caña de pescar que una tía nos había regalado en Navidad y queríamos "apantallar"a los lugareños y a los demás turistas, que éramos pescadores "cachimbones".
Pero, por más intentos que hacíamos de tirar el anzuelo cerca de donde andaban los pescados y por más que enarbolábamos la flamante nueva caña de pescar, no lográbamos pescar ni un chimbolo. Lo más frustrante era ver que cientos de pescados andaban nadando casi en la superficie; pero que nomás llegaban cerca del anzuelo, daban media vuelta y no mordían.

En eso estábamos cuando un señor llegó al muelle, que por el plante humilde que tenïa, parecía ser un campesino lugareño, que andaba descalzo y además era cieguito, y se puso a pescar cerca de nosotros.

Solo tenía el carrete de nilon enrollado en un pedazo de palo, un anzuelo todo oxidado y un cumbito vacío de jugo Ducal adonde guardaba su carnada.

El cieguito resultó ser un pescador de primera, pues nomás tiraba el anzuelo, pescado que jalaba.
Ya tenía como veinte pescados en el morral cuando la curiosidad nos picó y mi hermano le preguntó:
-¡Disculpe señor. Fíjese que llevamos más de una hora pescando y no hemos podido agarrar ni un solo pescado, y usted no tiene ni quince minutos de estar aquí y ya agarró como veinte bagres!. ¿Qué usa de carnada?
Y el cieguito nos contestó:
-¡Les pongo abejitas, ronrones y chapulines! Y ustedes ¿que están usando? -nos preguntó.
Y mi hermano le contestó.
-Pues le estamos poniendo pedacitos de carne de tunco y camarones que nos sobraron de un “Chow mein” que compramos en un restaurant chino en el desvío de San Vicente.


-Y el cieguito, se suelta la gran carcajada, y nos dice:
¿Ustedes han de ser de la capital, verdad?

Le contestamos que sí, que éramos capitalinos, y nos pregunta:
-¿Y desde cuando ustedes han visto que los pescados comen carne de tunco, camarones y Chow mein?

Inmediatamente mi hermano y yo nos volvemos a ver el uno al otro como diciéndonos:
Qué pendejos somos!

Desde entonces, ir de pesca a la laguna se nos convirtió en un vicio a mi hermano y a mí porque cada vez que íbamos, traíamos como tres sartas de mojarras y bagres, suficientes para toda la familia pues ya sabíamos qué clase de carnada debíamos usar.

Todo, gracias a una lección aprendida en la escuela de la vida, que un humilde campesino cieguito de la laguna de Apastepeque nos dió.

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